Nota de AFR: Como ustedes saben,
normalmente los contenidos de las lecciones de Esoterismo Práctico son
redactadas por nuestro Director, Gustavo Fernández. Pero creemos que es válido
dar espacio a otros pensadores cuyo aporte mejore la calidad de nuestras vidas
y estimule nuestra espiritualidad. Es por ello que hoy esta amiga, de
profesión abogada y profunda conocedora de lo esotérico, avanzada astróloga y
experta numeróloga, nos acerca sus reflexiones que queremos
compartir.
EL HOMBRE ES SU
PROCEDER
por
Mirta Cristina Rodríguez
Desde
tiempos inmemoriales se viene diciendo que no se debe juzgar a la persona por lo
que dice o por lo que ella misma piensa de sí, sino por lo que hace. Pero
resulta que la acción o el proceder es también la única posibilidad de conocerse
a sí mismo.
Veamos un poco esto, despojados de todo nuestro acervo ideológico, si es que
tamaña empresa es plausible.
¿Cómo
conocerse a sí mismo?
Según Goethe esto es posible sólo mediante la acción y nunca mediante la
contemplación. Simplemente trata de cumplir con tu deber y podrás saber qué hay
en ti. En consecuencia cabe preguntarse, ¿qué es lo que mueve el comportamiento
del hombre? ¿Qué lo incita a realizar unos u otros actos?
Durante siglos, incapaces de comprender los verdaderos motivos de su
comportamiento, los hombres trataban de hallarlos fuera de sí, descargando la
responsabilidad por sus propios actos en el espíritu de los antepasados, en los
demonios, los dioses, el destino, las circunstancias, las condiciones de la
educación, o en la mala o buena herencia.
Pero esa forma de objetivar las causas del proceder se hacía cada vez más
denigrante para la autoconciencia en desarrollo (que no deseaba conformarse con
desempeñar el papel de títere en manos de fuerzas extrínsecas desconocidas) y al
mismo tiempo socavaba el sentido de responsabilidad personal, absolutamente
indispensable para vivir en la sociedad de sus semejantes.
Hegel afirmaba, con razón, que para cualquier sistema étnico la primera idea es
la representación de sí mismo como ser libre.
Esa idea del libre albedrío —tan agradable para el intelecto humano— lleva aparejadas
consecuencias desconcertantes. La
sociedad insiste en atribuir al sujeto su responsabilidad personal pero
simultáneamente le exige respetar las normas de comportamiento propias de dicha
sociedad. La absurda leyenda del
libre albedrío y de la indeterminación del proceder humano obstaculiza el
enfoque analítico del comportamiento del hombre.
Baste referirse a León Tolstoi en su epílogo a su novela la Guerra y La Paz, cuya segunda parte
está dedicada a la libertad y la necesidad de acciones humanas. “En lo concerniente a la
astronomía —escribe Tolstoi— cierto es que no nos damos cuenta del movimiento de
la Tierra. Si admitimos su
inmovilidad, llegamos al absurdo, pero si aceptamos que se mueve, desembocaremos
en las leyes. Y del mismo modo en lo relativo a la Historia. ...Si admitimos
nuestra libertad, llegaremos al absurdo, pero si aceptamos la dependencia del
mundo exterior, del tiempo y de las causas, iremos a dar en las
leyes”.
Bertrand Russel diría, medio siglo después, que “El único efecto de la
doctrina del libre albedrío es, en la práctica, prevenir que la gente extraiga una conclusión
racional del conocimiento basado en el sentido común. ...Los hombres tratan a
sus semejantes tan insensatamente como no tratan a su automóvil”.
B. F. Skinner, psicólogo estadounidense, opina que el individuo no es
responsable de sus actos, porque éstos están predeterminados enteramente por
circunstancias externas y por las condiciones de la educación. Los conceptos de
libre albedrío y responsabilidad moral deben ser expulsados de la ciencia del
comportamiento, del mismo modo que la física se separó en su tiempo del
flogisto, la astronomía de las representaciones según las cuales la Tierra era
el Centro del Universo y la psicología del mito sobre el alma
inmortal.
John Eccles, notable naturalista Premio Nobel, le objeta a Skinner en su obra
The Understanding of the Brain, (“El entendimiento del cerebro”),
“Mas yo creo que los seres humanos poseemos libertad y dignidad. La teoría de Skinner y la técnica del
funcionamiento de los reflejos condicionados instrumentales provienen de los
experimentos con palomas y ratas. ¡Que ellas se
beneficien!”
Podemos decir que una explicación científica del comportamiento adecuado a fines
surge con el papel de las necesidades como causa determinante del proceder del
hombre, como fuente primaria y fuerza motriz de su actividad, descubrimiento
hecho por Carlos Marx y Federico Engels.
Todos los demás conceptos que se emplean al describir el comportamiento del
hombre —ya sean los
valores, orientaciones, intereses, motivos, disposiciones, etc., derivan de las
necesidades o son generados por ellas. Lo que no debe olvidarse es la
extraordinaria riqueza y diversidad de esas necesidades que en modo alguno se reducen al alimento, al vestido, la vivienda y la
continuidad del género.
Resta quizás investigar de qué modo, durante la evolución de la naturaleza viva,
la asimilación pasiva de las sustancias comestibles del medio circundante se
transformó en búsqueda activa de fuentes de alimentos. Más complicado aún es el origen de las
necesidades zoosociales de los animales que viven en grupos y son capaces de coordinar su
comportamiento con el de otros miembros del grupo.
Investigaciones hechas con ratas a las que se les enseñó a procurarse el
alimento en un acuario lleno de agua, donde debían pasar el alimento a lugar
seco en la jaula donde vivían, indicaron que al unirse las ratas en grupos se
produjo entre ellas una diferenciación inmediata: unas continuaban procurando el
alimento, y las otras comenzaron a esperar a sus “alimentadoras” en la vivienda
y a comer por cuenta de las primeras. Cuando se formaban grupos tan sólo de
ratas que procuraban el alimento o que sólo eran alimentadas, parte de las
buceadoras dejaron de procurar la comida, y parte de las alimentadas comenzaron
a procurarla.
Investigaciones de esta índole, especialmente si se hacen con monos
antropomorfos superiores, quitan veracidad a la idea de que nuestros remotos
antepasados eran iguales y libres en su comportamiento antes de aparecer la
actividad con instrumentos y la propiedad sobre el producto adquirido. Más bien el progreso de la tecnología, la dominación
de los instrumentos, la posibilidad de crear reservas de alimentos, etc., se
superpusieron a la rígida estructura ya existente y jerárquicamente organizada
de las comunidades primitivas.
Es aún más enigmático el mecanismo de la necesidad “desinteresada” de nueva
información, cuya significación vital es desconocida por el animal. La curiosidad, la propensión a lo nuevo y
antes desconocido son tan grandes, que compiten con éxito con el hambre, la sed
e incluso con el poderoso instinto de conservación.
Se sobreentiende que durante el desarrollo cultural e histórico, bajo la
influencia del habla articulada y del trabajo social, los instintos vitales,
zoosociales y de investigación orientadora de los animales experimentaron
cambios cualitativos antes de convertirse en las necesidades vitales, sociales e
ideales (espirituales, cognoscitivas, de creación) del hombre. La sociogénesis de las necesidades es
otro problema que debe estudiarse (comprensión, invención, dirección y censura,
dirá Binet, para quien la conducta inteligente cambia de algún modo los cuatro
factores mencionados).
La elaboración de este problema se complica más porque las necesidades sólo se
reflejan en parte y de modo apriorístico en la conciencia del hombre y son
concebidas por él.
En este contexto el término conciencia se emplea como saber (en el sentido de
ciencia) que puede ser trasmitido a otros hombres, incluidos los descendientes
—a modo de
monumentos de la cultura— por medio de palabras, símbolos matemáticos, modelos de
tecnología e imágenes de obras de arte.
Concebir significa obtener la posibilidad actual o potencial de comunicar su
saber a otro, de convertir su propio saber (ciencia) en con-ciencia, o sea, el
saber (ciencia) junto con alguien, el saber (ciencia) socializado.
El diálogo real con otro miembro del grupo social se transforma en diálogo
mental con un interlocutor imaginario, y luego, en diálogo consigo mismo, o sea,
en autoconsciencia.
Debido a que la conciencia tiene limitado acceso al ámbito de las necesidades,
el análisis de las causas verdaderas de uno u otro accionar es muy
dificultoso. En la práctica habitual
nos convencemos a diario de que tras una conducta relativamente sencilla se
oculta todo un mundo de complejísimos móviles, tanto más difíciles para el
análisis cuanto más tiempo ahondemos en sus orígenes. Por lo demás, la
conciencia dista de ser siempre una guía segura en este camino.
“...Callé en la reunión en que censuraban injustamente a mi compañero. El sentimiento de culpabilidad y
vergüenza me contrae el corazón.” Pero la
conciencia construye de inmediato todo un sistema de motivos que me
justifican: Que yo no tenía
argumentos suficientemente persuasivos. Que en ciertas particularidades mi
compañero realmente no tenía razón. ¿Por qué habló con tanta brusquedad? ¿Para
qué se puso en contra de la mayoría
de los presentes? Y, en general, ¿qué podía haber hecho yo solo?
Lamentablemente, la conciencia es hija servicial de las necesidades, y en este
caso la necesidad de verdad no fue la predominante entre los móviles que
compiten.
Por eso, la primerísima tarea de
cada especialista llamado a incidir sobre los destinos humanos, es esclarecer
los motivos auténticos de la conducta, profundamente ocultos no sólo de la
“mirada” ajena, sino de la propia “mirada” interna.
La actividad, el proceder, no siempre conducen a la satisfacción simultánea de
varias necesidades coexistentes. Con
mayor frecuencia nos vemos ante la elección entre motivaciones que
compiten.
¿Cuál es su mecanismo? ¿Qué determina esa elección?
Tan sólo en casos excepcionales la elección depende únicamente del peso que
tenga, en el momento dado, la necesidad predominante: a la madre que salva al
hijo no le hace falta voluntad ni apreciación de sus fuerzas, como tampoco
sopesar las consecuencias de las acciones que emprende.
No le importa su vida ni la opinión de la gente.
En fin, con tal situación nos vemos también en las acciones de la persona
embargada por la necesidad absorbente de afianzar la verdad que ha
conseguido. “En esto estoy y
no puedo hacerlo de otro modo”. He aquí la explicación del proceder de esta índole formulada con máxima exactitud por Lutero
hace varios siglos.
Comúnmente el hombre opta entre las
necesidades, a un mismo tiempo actualizadas y que compiten entre sí, tomando en
cuenta las posibilidades de satisfacerlas en la
situación concreta o más adelante. La
evolución de los seres vivientes requirió la creación de un mecanismo especial
que “calcule el peso” de las motivaciones en competencia, computando ambos
factores: la fuerza de la necesidad y la probabilidad de satisfacerla. Dicho mecanismo surgió necesariamente en
el proceso de la evolución y fue denominado
emociones.
Las
emociones, originadas por la necesidad y la evaluación de la posibilidad de
satisfacerlas (en muchos casos, inconscientes) ejercen influencia inversa sobre
la necesidad y sobre el pronóstico de la probabilidad de llegar al
objetivo.
Un hombre recuerda su primer salto en
paracaídas. El que debía saltar
delante de él se asustó. El avión
tocó tierra y ese muchacho comenzó a salir de la cabina rodeado del silencio de
todos los presentes... Al oir la orden de saltar, recuerda, puso un pie sobre el
ala y se quedó atónito: debajo de sí había un abismo. Una fuerza poderosa le tiraba hacia
atrás. Era el miedo, impuesto por la
natural necesidad de conservación. Entonces recordó a su antecesor, se
imaginó vivamente (¡de un modo absolutamente espontáneo!) que no era su
compañero, sino él quien salía del avión en presencia de sus compañeros. De pies a cabeza sintió una terrible
vergüenza (emoción generada por la necesidad social de corresponder con las
normas de comportamiento admitidas en su ambiente). Salvándose de esa vergüenza
y sin pensar en nada más, se lanzó al abismo...
Por cuanto las emociones positivas
testimonian la aproximación al objetivo (o sea, a la satisfacción de la
necesidad) y las negativas, las dificultades con las que se encuentra camino a
ese objetivo, el hombre —si es psíquicamente normal, si no es un fanático religioso
o un masoquista— procura maximizar las emociones positivas y
minimizar las negativas.
Las últimas,
basadas en la escasez de información acerca de los medios necesarios y
suficientes para lograr la finalidad, incitan a buscar esos medios, métodos,
conocimientos, habilidades y, por último, el tiempo, si es esto precisamente lo
que escasea para utilizar tales habilidades y tales medios.
El papel de las emociones positivas es
semejante, con una reserva
sustancial: la total satisfacción de las necesidades y la plenitud de
información, que garantice esa satisfacción, no sólo eliminan las emociones
negativas (lo cual es magnífico) sino también las positivas y la vida se ve
privada de alegrías.
La evolución —eterno proceso de
autodesarrollo y automovimiento de la naturaleza viva— “inventó” un excelente
mecanismo de dicho desarrollo a modo de emociones positivas. Los seres vivos, aspirando a repetir esa
vivencia se ven obligados a conducirse en forma paradójica desde el punto de
vista de las teorías pasivo-adaptativas del comportamiento: deben buscar activamente las necesidades no
satisfechas y, de la totalidad de información anhelar lo nuevo, antes
desconocido, porque tan sólo el incremento de información puede
brindar la alegría que proviene de los descubrimientos y de los destellos
creativos. Mientras que para la necesidad de conservación (de sí
mismo, sus descendientes, su status social, etc.) hay bastantes emociones
negativas, las positivas atienden preferentemente el proceso de desarrollo, complicación y
aumento de las
necesidades.
Otro ítem a considerar es que llevan
implícito el peligro potencial de tergiversar su papel inicialmente
progresivo. La satisfacción, como
fin en sí, adquiere formas desfiguradas, haciéndose cada vez menos escrupulosa
en los medios para obtenerla. El
comportamiento empieza a orientarse hacia los objetivos fácilmente asequibles, a
buscar las vías más cortas para la satisfacción primitiva, ya se trate del sexo
sin amor o de las drogas. Este
“talón de Aquiles” de las emociones exigió a la evolución que creara otro
mecanismo para determinar la elección del proceder, lo que llamamos voluntad.
Ahora bien,
hemos visto que la necesidad que predomina evidentemente sobre las demás
motivaciones no necesita voluntad. Es más, la voluntad se revela cada vez
que resulta insuficiente la motivación iniciadora de la actividad
concreta.
Un grupo de viajeros, luego de un
tramo largo y pesado, llega a un albergue para pernoctar. Los hombres comieron, entraron en calor y
se acostaron a descansar. Todas las
necesidades estaban satisfechas. Pero muchos indicios anunciaban una
ventisca y la reserva de leña era pequeña.
Había que superar nuevamente el
cansancio y el sueño e ir a buscar ramas secas. La conciencia sugería : “Tal vez
alcance la leña que hay”. “Tal vez
la ventisca sea breve.” Algunos
participantes de la marcha pronunciaban estas ideas en voz alta. Sin embargo, alguien es el primero en
levantarse y dirigirse a la puerta.
¿Qué mueve a ese hombre? ¿La necesidad
de conservar el calor? ¡Pero en ese momento esa necesidad está satisfecha! Ni la
conciencia ni la voluntad pueden crear artificialmente la necesidad. La necesidad no se puede imaginar. La imaginación únicamente puede extraer
de la memoria la situación en
la cual dicha necesidad no ha sido satisfecha. La representación espontánea del cuadro
con hombres congelados junto a la estufa apagada genera una emoción negativa, y esta emoción, surgida sobre la base del
instinto de conservación, superará la necesidad de descanso y el
cansancio.
Existe otro
mecanismo que puede ayudar al hombre o, para ser más exactos, otra
necesidad: la de superar los obstáculos, su propia no libertad, su
dependencia denigrante de la debilidad y del deseo de
dormir.
Es una necesidad muy antigua, que
apareció ya entre los animales. La
descubrió Iván Pávlov y la llamó: “reflejo de la libertad”; mucho más
tarde redescubierta como “motivación de resistencia a la coacción”, expresada
con particular fuerza entre los animales salvajes.
El reflejo de la libertad vence con
éxito al hambre, la atracción sexual y el dolor. Incluso entre los animales este reflejo
es variable individualmente: entre unos individuos de la misma especie está
fuertemente expresado, entre otros, debilitado y transformado en “reflejo de sumisión”, también
descrito por Pávlov.
La necesidad de superar está aún más
individualizada entre los hombres.
Posee aptitudes genéticas y se
intensifica o se amengua en menor o mayor grado con la educación. Es importante recordar que para el hombre
una barrera no sólo es un obstáculo exterior, sino también un motivo que compite
y que hace al hombre no libre, esclavo de su debilidad o
costumbre.
¿Con qué podemos demostrar que la
voluntad es una necesidad? Pues con el hecho de que las emociones aparecen en el
momento de la superación (o no) de los obstáculos, aunque el objetivo final no
ha sido aún logrado, y la necesidad —convertida en causa primaria del comportamiento— no ha sido
satisfecha.
La
alegría por haber superado un obstáculo o triunfado sobre sí mismo es tan
atractiva y aguda, que el hombre crea él mismo esos obstáculos y, de los
objetivos fácilmente logrables, ansía pasar a los de difícil
consecución.
¿Quizá la voluntad sea ese
“libre albedrío” del que hemos hablado tan escépticamente al comenzar el
artículo? ¡¡¡No, por cierto!!! El caso es que la voluntad no existe por sí sola,
siempre debe “adherirse” a alguna otra necesidad, iniciadora del comportamiento
(causa fuente). Porque el viajero
voluntario que, olvidando el cansancio, sale a buscar la leña, va impulsado por
la preocupación de conservar la vida a sus compañeros y a sí mismo. Es
justamente la necesidad, “atendida” por la voluntad, la que le comunica a ésta
valor social. Porque la
voluntad, por sí sola, carece de ese valor; un delincuente volitivo es mucho más
peligroso que el que no tiene voluntad. Por cierto, la voluntad puede adquirir
significación independiente, pero entonces deja de ser voluntad y se transforma
en una terquedad absurda.
La idea de la complementariedad,
aplicada a la psicología, le pertenece a Tolstoi. En el mismo epílogo de la Guerra y la Paz
afirmaba: “...Si tomamos al hombre como objeto de observación... damos con la
ley general de la necesidad, a la cual, como todo lo existente, está
sometido. Y al mirarlo desde
nosotros mismos, según nuestra conciencia, nos sentimos
libres.”
En otros términos, el hombre está
determinado por las aptitudes hereditarias y las condiciones de la educación (es
decir, no es libre) desde el punto de vista del observador exterior. Al mismo tiempo, es libre en la elección
del proceder desde el punto de vista de la consciencia
reflexiva.
Esta sensación subjetiva de la libertad
objetivamente inexistente es la que genera el valiosísimo sentido de responsabilidad personal, que nos
incita a analizar reiteradas veces las consecuencias eventuales de unas u
otras acciones. En este
análisis nos apoyamos en la experiencia de la vida, en la experiencia de otras
personas, e incluso en la de las generaciones pasadas. La información extraída de la memoria a
través del mecanismo de las emociones refuerza la necesidad que predomina
firmemente en la jerarquía de los motivos de dicho individuo (“supertarea de la
vida”, según Konstantin Stanislavski) y le facilita enfrentar los móviles
instantáneos, actualizados por las circunstancias que se han
dado.
Debido a ello no tomamos una decisión
impulsiva e irreflexivamente, sino en consonancia con el sistema de valores
impuestos por nuestra “supertarea”: la dominante de la vida.
La necesidad que domina firmemente en
la estructura de los motivos del individuo concreto, inicia la actividad de la
intuición creadora (“superconciencia”, según la terminología de
Stanislavski).
El mecanismo de la superconciencia no
solamente moviliza la experiencia vital, acumulada en la conciencia y en el
subconsciente del sujeto, sino que la recombina y propone a la conciencia
variantes de posibles actos no
existentes en forma acabada en la memoria. Tenemos derecho a examinar estas
decisiones, nuevas en principio, como peculiar autodeterminación del
comportamiento, si bien será la práctica social —que sanciona o rechaza
los resultados de la actividad de la superconciencia individual— la que juzgue si son
justas o erróneas las decisiones tomadas.
Es en la tarea educativa como
formadora de las necesidades social e individualmente valiosas donde debe
prestarse particular atención y poner en primer plano la
formación de las necesidades espirituales, la capacidad de vivir con sus ideas y con sentimientos ajenos, la
capacidad de obrar por respeto al bien y la verdad y no por temor ni por
la interesada perspectiva de ser elogiado o premiado.
Lo más estéril y sin sentido en este
plano es exhortar a ser bueno, sensible, desinteresado, ansioso de saber,
etc. El altruismo debe enseñarse
como se enseña la lengua. Por cuanto
la necesidad de conocer y la necesidad social “para otros” son potencialmente
inherentes a cada persona normal, es preciso guarnecerla sin cesar con medios y
procedimientos para satisfacer esas necesidades. La dotación creciente incrementará la
posibilidad de satisfacerlas, o sea, facilitará la aparición de emociones
positivas que, a su vez, reforzarán
las necesidades que las han generado y les asegurarán un lugar, si no dominante, al menos lato
en la jerarquía de los motivos del individuo.
Del mismo modo que Stanislavski
llamaba a comenzar a encarnar la “vida del alma humana” del personaje que
representa el actor por la verdad de las acciones físicas más simples y más
elementales, la educación de la espiritualidad empieza
por el respeto de las reglas elementales de convivencia, cortesía y atención
hacia las personas que nos rodean.
Existe,
además, otra vía, quizá la más segura y directa para formar al individuo
socialmente valioso: la fuerza del ejemplo. Gracias al mecanismo de la imitación,
especialmente desarrollado en los niños, los modelos de comportamiento que
encuentra entre quienes lo rodean —incluso sin estar concebidos ni argumentados con el
análisis lógico—
son registrados por su subconsciente. Así
las normas de comportamiento y de
moral se convierten en orientación interna de las decisiones tomadas, en voz de
la conciencia, del corazón, en un deber. Si el niño se encontrara desde los
primeros meses de vida rodeado únicamente por personas valientes, humanas y
veraces no necesitaría educación especial alguna. Tampoco sería necesaria la teoría de la educación; quizás
tan sólo si hubiera desviaciones de naturaleza genética o vinculadas con
enfermedades sufridas.
Sea como fuere, la personalidad
comienza por la acción.
Trata de cumplir con tu deber y te
enterarás de qué hay en ti.
Porque el hombre es su
proceder.
Lección EP Nº 09: El estético Sexto Sentido.
Lección EP Nº 10: El Árbol de la Vida.
Lección EP Nº 11: La Sabiduría de la Kabballah.
Lección EP Nº 12: Kirón, la Estela de la Sombra.
Lección EP Nº 13: La luz interior y la Noche Oscura.
Una acotación (tal vez de interés) a
nuestra última lección de Esoterismo Práctico, en AFR Nº 136.
Lección EP Nº 15: La Energía Vital Universal oPräna, su
voibración y el buen empleo de estos ciclos.
Lección EP Nº 16: La ¿aniquilación? del Ego.
Lección EP Nº 17: Antakharana: El puente de comunión mística
con lo espiritual.
Lección EP Nº 18: Illuminati: Inquisidores de la Nueva
Era.