
En 1920 Alexander Gurwitsch anunciaba un descubrimiento sorprendente: cuando las células animales y vegetales se dividen emiten un débil haz de luz ultravioleta, que bautizó con el nombre de rayos mitogenéticos. Tenían, además, una propiedad asombrosa: eran capaces de atravesar el cuarzo pero no el vidrio.
Gurwitch descubrió estos rayos al realizar el siguiente experimento. En un delgado tubo de vidrio hizo crecer una cebolla. Junto al extremo que crecía, y bajo un ángulo de 90º, colocó la raíz de otra cebolla de la que estaba separada entre 0,5 y 12 cm. Según su idea, el extremo en crecimiento bombardearía con sus rayos mitogenéticos la raíz. Para comprobar su acción, Gurwitsch colocó una lámina ya fuera de vidrio o cuarzo entre ambas cebollas, y después de dejar pasar entre 10 minutos y una hora cortaba la punta de la raíz y contaba el número de núcleos de células en división en ambos lados del hemisferio de la cebolla. Según su él, cuando interponía el cuarzo la mitad expuesta a los rayos contenía muchas más divisiones que la oculta, mientras que al colocar un vidrio contaba el mismo número de divisiones a ambos lados de la capa de la cebolla. Con semejante prueba Gurwitsch llegó a la conclusión de que los rayos mitogenéticos emitidos por el extremo de la cebolla estimulaban el crecimiento de la raíz. Para verificar tan sorprendente descubrimiento sometió a unas células de levadura a los rayos mitogenéticos de un cultivo bacteriano separado de ellas en ocasiones por una lámina de vidrio, y en otras, por una de cuarzo. Puesto que el cuarzo deja pasar los rayos mitogenéticos, el número de divisiones de la levadura era sensiblemente superior que al colocar el separador de vidrio.
Este singular descubrimiento llamó la atención del resto de la comunidad científica, y durante la década siguiente aparecieron multitud de trabajos donde se demostraba la existencia de estos rayos. Incluso se llegó a afirmar que los niños emitían más rayos mitogenéticos si en su dieta recibían un suficiente aporte de vitamina D, o que el implante de células tumorales en un animal hacía disminuir la cantidad de radiación emitida. Mientras se multiplicaban los artículos que ponían de manifiesto su existencia en los procesos biológicos, la detección directa de estos rayos escapaba a todo intento. Ni las placas fotográficas ni los fotodetectores eran capaces de mostrar la más mínima evidencia de esa misteriosa radiación ultravioleta, a pesar de que las placas se dejaban durante meses enteros expuestas a ella.
Al final, el 7 de febrero de 1931 Höllander y Claus publicaron en la revista Nature un estudio donde dejaban claro que no existía ninguna evidencia que demostrara la existencia física de estos rayos y que los más de 500 artículos publicados en las revistas científicas sobre ellos contenían datos contradictorios cuando no manifiestamente erróneos. Se había estado haciendo ciencia sobre algo que no existía, lo que demuestra la razón que tiene Fontenelle cuando dice que “antes de explicar los hechos es necesario comprobarlos: de este modo se evita el ridículo de encontrar la causa de lo que no existe”. Por cierto, si ustedes han leído algo de Rupert Sheldrake y su resonancia mórfica… he aquí su fuente de inspiración.
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This entry was posted on 18 mayo 2009 at 5:41 am and is filed under Historia de la ciencia,Pseudociencia. You can subscribe via RSS 2.0 feed to this post's comments. You can comment below, or link to this permanent URL from your own site.