La
Salvación:
Su
seguridad,
certeza
y
gozo.
Por George Cutting
Ediciones Bíblicas
Usado con permiso
CAPÍTULO
1
El
camino de la salvación
¿En cuál de estas tres clases está
usted?
«¿En qué clase viaja usted?» He aquí una pregunta que a
menudo se les oye a los viajeros en las estaciones de ferrocarril.
Permíteme que te haga la misma pregunta, porque ciertamente tú
también estás viajando de este mundo a la eternidad, y en cualquier
momento puedes llegar al final.
Permíteme, repito, que con el mayor interés te pregunte: «¿En
qué clase vas viajando?» No hay sino tres clases, y te explicaré
cuáles son, para que te pruebes a conciencia, como si estuvieras en
la presencia de Aquel “a Quien tenemos que dar cuenta”.
Podríamos decir que en primera clase viajan aquellos que son
salvos, y que saben que lo son. En segunda clase, los que no tienen
la seguridad de su salvación, pero desean tenerla. Y en tercera
clase, aquellos que no sólo no son salvos, sino que son
completamente indiferentes al tal cuestión.
De nuevo te pregunto: «¿En cuál de estas tres clases viajas?»
¡Ah! qué locura sería permanecer indiferente en lo que se refiere
a la eternidad!
Hace poco viajaba en el tren y vi a un hombre que venía a toda
prisa y que escasamente tuvo tiempo de sentarse en un vagón, cuando
ya el tren se puso en marcha. – ¡Cómo tuvo que correr para coger
este tren! – le dijo uno de los pasajeros. – Es verdad –
respondió jadeante – pero he ganado cuatro horas, y esto es lo que
vale la pena.
¿Estás en peligro sin saberlo?
¡Cuatro horas ganadas! Al oír estas palabras, no pude menos que
decirme a mí mismo: «Si ganar cuatro horas se considera tan
importante, ¡cuánto más debe serlo cuando se trata de la
eternidad! » Sin embargo, existen millares de hombres inteligentes y
previsores en todo cuanto se refiere a sus intereses en este mundo
que, cuando se trata de los intereses eternos, parece que fueran
ciegos. A pesar del infinito amor de Dios por los pecadores, que se
manifestó en el Calvario ; a pesar de aborrecer Él el pecado; a
pesar de la evidente brevedad de la vida del hombre y de la terrible
probabilidad de encontrarse después de la muerte con un
remordimiento insoportable en el infierno, y al otro lado de aquella
sima que separa a los salvados de los perdidos ; a pesar, digo, de
todo esto, el hombre corre descuidado a su triste fin, como si no
existiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo ni infierno. Si tú,
lector de estas páginas, eres uno de ésos, ruego a Dios que tenga
misericordia de ti, y que en este mismo momento te abra los ojos para
reconocer tu peligrosísima situación, al permanecer en la orilla
resbalosa de una infelicidad sin fin.
Ya sea que lo creas, o que no, tu situación es sumamente crítica.
No dejes para otro día los asuntos de la eternidad. Dejarlo para
otro día es un arma de Satanás para engañarte y perder tu alma.
Haciendo así, él no sólo es “mentiroso“ sino también un
“homicida”. Qué verdadero es el refrán que dice : «El camino
de más tarde conduce a la ciudad de nunca ». Te ruego, mi lector,
que no sigas tu viaje por ese camino, pues “he aquí ahora el día
de salvación”. “En tiempo aceptable te he oído, y en día de
salvación te he socorrido” (2 Corintios 6 : 2).
¿Sabes que la incertidumbre puede
venir de la
incredulidad?
Alguien acaso dirá : « Yo no soy indiferente a los intereses de
mi alma ; pero el caso es que la incertidumbre me produce una viva
angustia. Siguiendo el ejemplo podría decir que estoy entre los
viajeros de segunda clase».
Pues bien, tanto la
indiferencia como la incertidumbre son hijas de una misma madre: la
incredulidad. La indiferencia viene de la incredulidad en cuanto al
pecado y a la ruina en que está el hombre ; la incertidumbre viene
de la incredulidad tocante al infalible remedio que Dios ofrece.
Estas páginas van dirigidas especialmente a los que, como tú,
desean tener la completa e inequívoca seguridad de su salvación. Me
explico tu ansiedad, y estoy seguro de que, cuanto más interesado
estés en este tema de suma importancia, mayor será tu anhelo, hasta
que tengas la seguridad de que, en realidad, estás salvado para
siempre. Porque "¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo
el mundo, y perdiere su alma?" (Mateo 16 : 26).
Supongamos lo siguiente:
El único hijo de un padre amoroso está viajando, cuando llegan
noticias de que la ciudad a la que debería haber llegado fue
sacudida por un gran terremoto. ¿Quién será capaz de describir la
angustia que la incertidumbre produce en el corazón de aquel padre,
hasta que puede asegurarse, por testimonio veraz, de que su hijo está
sano y salvo?
Supongamos este otro
caso
: Estás muy lejos de tu casa, en una noche obscura y borrascosa, y
no conoces el camino por donde andas. Llegas a un sitio en donde el
camino que seguías se divide en dos, y le preguntas a un transeúnte
cuál de los dos caminos es el que lleva al pueblo al cual te diriges
; y te contesta : – Supongo que debe ser éste, y si lo sigue,
pienso que llegará a la población que usted ha nombrado. ¿Estarías
satisfecho con una respuesta tan vaga? Seguro que no ; necesitas
estar seguro de que aquél, y no el otro, es el camino que buscas ;
de lo contrario, a cada paso que des, aumentarán tus dudas. No debe
sorprendernos, pues, que haya hombres que no puedan comer ni dormir
tranquilos en tanto que el problema de la salvación de sus almas
queda por resolverse.
Perder los bienes
es mucho.
Perder la salud es
más.
Perder el alma es
pérdida tal,
Que no se recobra
jamás.
Ahora
bien,
con la ayuda del Espíritu Santo deseo explicar claramente tres
asuntos que, empleando el lenguaje de las Sagradas Escrituras, los
llamaremos así :
1. El camino de la salvación
(Hechos 16 : l 7)
2. El conocimiento de la salvación
(Lucas 1 : 77)
3. El gozo de la salvación
(Salmo 51 : 12)
Estas tres cosas, aunque
íntimamente relacionadas, tienen, cada una de ellas, una base
propia, de modo que puede darse el caso de una persona que conozca el
camino de la salvación sin tener la seguridad personal de estar
salvada ; como también se puede dar el caso de que sepa que está
salvada y, a pesar de ello, no tenga un gozo constante que acompañe
este conocimiento.
El camino de la salvación
Trataré, pues en primer término acerca del camino de la
salvación. El Antiguo Testamento abunda en figuras o ejemplos de
cosas espirituales. El apóstol Pablo las usa también muchas veces
en sus cartas, como, por ejemplo, en 1 Corintios 9 : 9, donde dice :
“No pondrás bozal al buey que trilla”, deduciendo a
continuación la lección espiritual que encierra. Sirvámonos pues
de una de estas figuras.
En el libro del Éxodo 13: 13, leemos las palabras siguientes,
salidas de la boca de Dios : “Mas todo primogénito de asno
redimirás con un cordero ; y si no lo redimieres, quebrarás su
cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos.”
Ahora imaginemos una escena que ocurrió hace tres mil años.
Vemos a dos hombres que están en animada conversación ; el uno
sacerdote de Dios, y el otro un israelita muy pobre. Acerquémonos y
escuchemos lo que dicen. Pronto comprendemos que el asunto que tratan
es de importancia, y que se ocupan de un burrito que está junto a
ellos.
- He venido a preguntar – dice el israelita – si no se podría
hacer una excepción compasiva a mi favor, sólo por esta vez. Esta
bestia es el primogénito de una asna que tengo, y aunque sé lo que
la ley pide en tales casos, confío que se le perdone la vida. Yo soy
muy pobre en Israel, y me vendría muy mal perder este borriquito.
Entonces el sacerdote le contesta con firmeza :
– Pero la ley de Dios es clara, y no admite dudas : “Todo
primogénito de asno redimirás con un cordero ; y si no lo
redimieres, quebrarás su cerviz”. Trae, pues, el cordero. –Pero,
señor, ¡no tengo ningún cordero! – Entonces, vé, compra uno y
vuelve, o de lo contrario, el asno tendrá que morir. O el asno
muere, o traes el cordero en su lugar. – ¡Qué tristeza! –
contesta el israelita–, ––– Entonces todas mis esperanzas se
desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero.
Pero, durante el curso de esta conversación, una tercera persona
se une a ellos y, después de conocer el triste relato del pobre
hombre, se vuelve a él y bondadosamente le dice:
– No te desanimes; yo puedo suplir tu necesidad. Y añade: –
Tengo en casa, en ese cerro cercano, un cordero, criado en nuestro
mismo hogar, que no tiene mancha ni defecto alguno ; nunca se
descarrió, y es muy querido de cuantos están en casa ; voy por él.
Al poco tiempo regresa trayendo el cordero, el que momentos
después está junto al borriquillo. Entonces amarran al corderillo,
lo sacrifican, derraman su sangre y, por fin, el fuego lo consume. El
sacerdote justo se vuelve al pobre israelita, y le dice :
-
– Llévate al borriquillo y puedes
estar seguro de que desde ahora ya no habrá que degollarlo. El
corderito ha muerto en lugar del asno. Por lo tanto, éste, en justicia,
debe ser libre, gracias a tu amigo generoso.
¿ Qué representan el amigo generoso
y el
cordero?
Ahora bien, ¿no echas de ver en esta figura la enseñanza que el
mismo Dios nos da de la salvación de un pecador? Su justicia exige
por tus pecados el degüello, es decir, el justo castigo tuyo. La
única alternativa es la muerte de un sustituto aprobado por Dios.
El hombre jamás hubiese hallado lo que necesitaba para salir de
su desesperada situación ; mas Dios lo encontró en la persona de su
Hijo. El mismo proveyó el Cordero. Juan el Bautista les dijo a sus
discípulos, mientras fijaba su mirada en Jesús : “He aquí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1 : 29).
Y, en efecto, Jesús subió al Calvario, “llevado como un
cordero al matadero”, y allí “padeció una sola vez por los
pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios“ (1 Pedro
3 : 18). “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y
resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4: 25). De modo
que Dios no quita ni una tilde de sus justas y santas reclamaciones
contra el pecado cuando justifica, es decir, cuando absuelve de toda
culpa al impío que cree en Jesús (Romanos 3 : 26). ¡Bendito sea
Dios por tal Salvador, y por tal salvación!
“¿Crees tú en el Hijo de Dios?“ (Juan 9: 35). Si puedes
contestar : « Sí, como pecador digno de ser castigado, he
encontrado en Él a Uno en quien puedo confiar con toda seguridad. De
veras creo en El», entonces puedo asegurarte que todo el valor del
sacrificio de Cristo en la cruz te sirve delante de Dios, en toda la
plenitud con que Dios lo aprecia, de modo tan completo como si tú
mismo hubieras sufrido la condenación merecida.
Ah, ¡qué salvación tan admirable! Es digna de Dios mismo. Con
ella satisface los deseos del amor de su corazón, da gloria a su
amado Hijo y asegura la salvación a todo pecador que crea en Él.
¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien así
ordenó que su propio Hijo llevase a cabo esta gran obra y recibiera
por ella la alabanza para que tú y yo, pobres criaturas culpables,
no sólo alcanzásemos toda bendición por creer en Él, sino que
además gozásemos eternamente de la bienaventurada compañía de
Aquel que nos ha bendecido! “Engrandeced a Jehová conmigo, y
exaltemos a una su nombre” (Salmo 34 : 3).
Pero tal vez digas : «¿Cómo es que no tengo completa seguridad
de que soy salvo, siendo que ya no confío ni en mí mismo ni en mis
obras, sino única y enteramente en Cristo y en su obra? ¿Cómo es
que si bien un día los sentimientos de mi corazón me aseguran que
soy salvo, casi siempre al día siguiente me veo lleno de dudas, como
un buque atacado por el oleaje y sin anclaje alguno?»
¡Ah! voy a explicarte en qué consiste tu equivocación. ¿Has
visto alguna vez a algún marino que, cuando trata de anclar el
buque, mande a que echen el ancla dentro del mismo barco? Nunca,
¿verdad? Siempre has visto arrojar el ancla fuera, y entonces el
buque está seguro. Vamos, pues, al caso tuyo. Quizás estés
convencido de que lo único que te da la salvación es la muerte de
Cristo, pero te figuras que los sentimientos tuyos interiores son los
que te deben dar la seguridad de que eres salvo.
CAPÍTULO
2
El conocimiento de la salvación
Coge la Biblia, porque quiero que veas en ella el modo cómo Dios
le da al hombre el conocimiento de la salvación.
Pero antes de leer el versículo que enseña cómo el creyente
puede saber que tiene la vida eterna, voy a redactarlo del modo
torcido y equivocado como algunos lo entienden en su imaginación.
Helo aquí : «Estos gozosos sentimientos os he dado, a vosotros que
creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis
vida eterna».
Abramos ahora la Biblia y, mientras comparamos este supuesto texto
con el auténtico de la inmutable Palabra de Dios, ojalá que puedas
decir de todo corazón como dijo David : “Aborrezco a los hombres
hipócritas ; mas amo tu ley” (Salmo 119 : 113). Pues bien, el
versículo que los hombres tuercen en su imaginación no es como lo
he dicho ; el versículo de 1 Juan 5 : 13 dice así : “Estas cosas
os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de
Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”
La Sagrada Escritura da la relación de un acontecimiento que
viene muy al caso para explicar cómo podemos estar seguros de la
salvación, según el verso anteriormente citado. Ese acontecimiento
es la salida del pueblo de Israel de la tierra de Egipto (Éxodo 12).
¿Cómo podían saber con seguridad los
primogénitos de los millares de Israel que estaban seguros durante
la terrible noche de la Pascua y del castigo de Egipto? Visitemos dos
de sus casas y oigamos lo que allí se dice. En una encontramos a los
individuos de la familia temblando de miedo y llenos de dudas.
¿Por qué están Uds. temblando y tan
pálidos? les preguntamos. El primogénito nos dice que es porque el
Angel Heridor va pasando por toda la tierra de Egipto, matando a los
primogénitos y que, por lo tanto, no sabe qué será de él en tan
terrible noche. Cuando el Heridor haya pasado de nuestra casa –
dice el primogénito – y la noche del castigo haya pasado, entonces
sabré que estoy salvado; pero, mientras tanto, no puedo ver cómo
estar perfectamente seguro. Nuestros vecinos de al lado – continúa
él – dicen que están seguros de su salvación, pero yo creo que
el que diga eso es muy presumido. Lo mejor que puedo hacer es ver
pasar esta larga y triste noche deseando que me vaya bien. ¿Pero
acaso no le ha provisto el Dios de Israel un medio para dar seguridad
a su pueblo? Claro que sí, y nosotros ya lo hemos puesto en
práctica. Rociamos debidamente, con un manojo de hisopo, la sangre
de un cordero de un año, sin mancha ni defecto, sobre el dintel y
los marcos de la puerta de nuestra casa ; pero a pesar de esto, no
estamos seguros de salir a salvo. Dejemos ya a estas gentes
atribuladas por la duda y entremos en la casa vecina. ¡Qué
contraste tan notable se ofrece en ella! La confianza resplandece en
todos los rostros. Los vemos a punto de marchar, ceñidos sus
vestidos a la cintura, bastón en mano, comiendo de pie del cordero
asado.
¿Hay diferencia entre los dos casos ?
¿Podrían decirnos – les
preguntamos – la causa de alegría y tranquilidad en una noche tan
sombría como ésta? Y nos responden :– Estamos aguardando de
parte de Jehová las órdenes de ponernos en marcha, y entonces
daremos para siempre el último adiós al látigo del cruel capataz y
a la dura esclavitud de Egipto.
¿Pero olvidan que esta noche el Angel
de Dios recorre la tierra hiriendo de muerte a Los primogénitos?
– No lo olvidamos, pero también
sabemos que nuestro primogénito está seguro. Rociamos la sangre del
cordero, según nuestro Dios nos mandó.
– En la casa de al lado también lo
hicieron y, sin embargo, en ella todos están tristes, porque dudan
de su seguridad.
– Pero, además de la sangre rociada,
tenemos el testimonio que Dios mismo nos dio de ella con su Palabra
inmutable. Dios dijo : “Veré la sangre y pasaré de vosotros”.
El está satisfecho con ver la sangre allí fuera, y nosotros
descansamos seguros sobre su Palabra aquí adentro. La sangre rociada
nos da salvación. La Palabra hablada nos da la seguridad
de ella.
Ahora bien, amado lector: ¿Cuál de
estas dos familias te parece que estaba más salva? Tal vez digas que
la segunda, cuyos individuos todos gozaban de aquella tranquila
confianza. Pues, si así lo crees, estás en un error. Ambas familias
estaban igualmente a salvo ; porque en ambas la salvación dependía
de que Dios viera la sangre afuera y no de los sentimientos de los de
adentro. Y si tú también quieres estar seguro de tu propia
salvación, amado lector, no escuches el testimonio fluctuante de tus
emociones interiores, sino el testimonio infalible de la palabra de
Dios. “De cierto, de cierto, os digo : el que cree en mí, tiene
vida eterna” (Juan 6 : 47).
De las dudas a la certeza
A fin de aclarar este punto, me serviré
de un sencillo ejemplo tomado de la vida diaria. Cierto arrendatario,
no teniendo suficientes pastos para su ganado, pide en arrendamiento
un hermoso pastizal próximo a su casa. Pasa algún tiempo sin
recibir contestación del propietario. Entre tanto, un vecino suyo le
visita y procura animarle, diciendo : – Estoy seguro de que te
arrendarán el pastizal ¿No te acuerdas de la Navidad pasada, cuando
su propietario te regaló algo de su cacería, y días después, al
pasar en su coche por delante de tu casa, te saludó amablemente?
Estas palabras parecen sostener las
esperanzas del arrendatario.
Al siguiente día se encuentra con otro
de sus vecinos, quien le dice : – ¡Me temo que no te arrendarán
el pastizal! El señor B. lo solicitó también, y ya sabes tú
cuánta amistad le une con el propietario. Esta noticia desvanece las
esperanzas del pobre arrendatario como si fuesen pompas de jabón.
Por fin, recibe una carta por correo y,
al reconocer la letra del propietario, la abre con viva ansiedad ;
pero, a medida que avanza en la lectura, la ansiedad va
convirtiéndose en satisfacción que se retrata en su rostro.
– Es cosa arreglada – le dice a su
esposa – ; ¡se acabaron las dudas y temores! El amo me arrienda el
campo por todo el tiempo que le necesite, y en condiciones ventajosas
; esto me basta. ¡Qué me importa lo que digan los demás! La
palabra del amo contenida en esta carta me asegura la posesión.
¡A cuantas personas les sucede lo del
arrendatario citado, las cuales al escuchar las opiniones de otros o
los pensamientos del propio corazón engañoso, se dejan llevar de
acá para allá, perplejas y afligidas, cuando bastaría recibir la
Palabra de Dios, como Palabra de Dios, y la seguridad pasaría a
ocupar el puesto de las dudas!
La Palabra de Dios dice que el que cree es salvo, y que el que no
cree está condenado. En los dos casos hay seguridad porque Dios lo
dice.
“Para siempre, oh Jehová, permanece tu Palabra en los cielos”
(Salmo 119 : 89) ; y para el creyente de corazón sencillo, su
Palabra lo confirma todo. “El dijo, ¿y no hará? Habló,
¿y no lo ejecutará?” (Números 23 : 19).
Más pruebas no hay que exigir
Ni más demostración.
Pues sé que Cristo por morir
Cumplió mi salvación.
Mas acaso diga el lector: «¿Cómo puedo estar seguro de que
tengo la verdadera fe?»
A esta pregunta sólo cabe contestar de la manera siguiente :
¿Tienes confianza en el verdadero Salvador, esto es, en el bendito
Hijo de Dios?
No es cuestión de saber si tu fe es mucha o poca, fuerte o débil,
sino del valor de la Persona en quien has confiado. Hay unos que se
agarran de Cristo con la fuerza del que está ahogándose ; otro se
atreve apenas a tocar el borde de su túnica ; con todo, Los dos
están igualmente salvos. Los dos han comprendido que en sí mismos
no hay nada en que puedan confiar, y que sólo Cristo es digno de
poseer toda su confianza. Por esto se entregan a él descansando en
la obra perfecta y de eterna eficacia que él hizo en la cruz. Esto
es lo que se entiende por creer en él y suya es la promesa que dice:
“De cierto, de cierto os digo : El que cree en mí tiene vida
eterna” (Juan 6:47).
Hay cosas que no dan la salvación
Cuídate bien de confiar, para la salvación de tu alma, en el
arrepentimiento, en tus propósitos de enmienda, en tus buenas obras,
en tus sentimientos religiosos, o en tu educación moral practicada
desde tu más tierna edad. Puedes confiar firmemente en algunas de
estas cosas o en todas juntas y, sin embargo, perderte sin remedio.
En cambio, la fe más débil en Cristo te salva por toda la
eternidad, mientras que la fe más firme en cualquier otra cosa que
no sea él mismo, no es más que el fruto de un corazón engañado y
engañador ; es el ramaje con que el enemigo cubre la trampa de la
eterna perdición.
En el Evangelio, Dios coloca sencillamente ante ti al Señor
Jesucristo, y te dice : “Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia” (Mateo 3:17). « Puedes con toda seguridad », dice
Dios, «confiar en el Señor Jesús, aunque no puedes confiar sin
peligro en ti mismo».
¡Bendito, mil veces bendito Señor Jesús! ¿quién no confiará
en ti y ensalzará tu nombre?
Una joven y su problema
Creo de veras en Él – me dijo un día
una joven, con cierta tristeza – y sin embargo, no me atrevo a
decir que soy salva por temor a mentir. Esta joven era hija de un
tratante de ganado, y su padre había ido aquel día a la feria.
Supongamos – le dije – que, cuando tu padre vuelva a casa, le
preguntes cuántos carneros compró en la feria, y él te conteste
que ha comprado diez.
Poco después entra un hombre en la
tienda y te pregunta cuántos carneros compró tu padre en la feria
¿Acaso le contestarías diciendo que no quieres decirlo por temor a
mentir? La madre, que escuchaba la conversación, dijo con cierta
indignación : Esto sería lo mismo que decir que tu padre es un
mentiroso.
¿No ves que esta sencilla joven, a
pesar de su buena intención, hacía de Cristo un mentiroso cuando
decía : « Yo creo en el Hijo de Dios y, sin embargo, no me atrevo a
decir que tengo vida eterna, por no decir una mentira»’?
¡Qué atrevimiento! Pero ¿cómo puedo
estar seguro de que creo de veras? – dice otro –. Muchas
veces me he esforzado por creer y
buscado en mi interior para ver si tenía fe ; pero, cuanto más
busco, menos la hallo en mí.
Amigo mío, la manera en que miras
estas cosas no puede darte otro resultado, y el decir que te
esfuerzas en creer, demuestra claramente que andas equivocado.
¿A quién podemos creer?
Voy a presentarte otro ejemplo para
explicarte mejor esta cuestión. Estando en tu casa, entra un sujeto
y te dice que el jefe de la estación cercana acaba de morir
arrollado por el tren. Pero es el caso que, quien te cuenta esto, es
un hombre de malos antecedentes conocido como el más atrevido
embustero en toda la vecindad.
–¿Creerías o te esforzarías
siquiera en dar crédito a tal persona?
– Claro está que no – me
contestas.
– Y ¿por qué no?
– Porque conozco demasiado ese
individuo para creer sus palabras.
– Pero, dime : ¿cómo sabes que no
le crees? ¿Miras acaso el interior o los sentimientos de quien te
trae la noticia?
No, señor ; sólo tengo en cuenta el
carácter para saberlo. Luego entra un vecino y dice : – Un tren de
mercancías arrolló al jefe de la estación esta noche y murió en
el acto. Después de salir este último, se oye decir prudentemente :
– Casi estoy ya por creerlo, porque lo que recuerdo de este sujeto
es que no me ha engañado más que una vez, aun cuando vengo
tratándolo desde muchacho.
De nuevo te pregunto : ¿Cómo sabes
ahora que casi das crédito a este hombre? ¿Es tal vez porque miras
tu fe?
– No – contestas – tengo en
cuenta el carácter del que me da aquel informe.
Apenas sale este hombre de tu casa,
entra un tercero. Este, que es un amigo cuya veracidad te inspira la
más absoluta confianza, no hace más que confirmar la noticia que
dieron los anteriores. Fulano ya me lo había anunciado – contestas
– pero, conociendo su carácter, no quise creerlo ; sin embargo,
diciéndomelo tú, lo creo. Insisto pues, en mi pregunta que, como
recordarás, no es sino repetición de la tuya : «¡Cómo puedes
saber que le crees tan positivamente a tu amigo? »
Contestarás : – Es porque él nunca me ha engañado, ni lo creo
capaz de engañarme jamás.
Pues bien, de igual manera sé que creo
al Evangelio; porque conozco a la persona que me da las noticias.
“Si recibimos el testimonio de los
hombres, mayor es el testimonio de Dios ; porque éste es el
testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo...
El que no cree, a Dios le ha hecho mentiroso,
porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su
Hijo” (1 Juan 5 :9-10). “Creyó Abraham a Dios, y le fue
contado por justicia” (Romanos 4 : 3).
En cierta ocasión, un hombre que no
estaba seguro de su salvación le dijo a un siervo de Dios :
– ¡Ah! señor, yo no puedo creer. A
lo que el cristiano contestó con gran acierto : – ¡De veras? ¡y
a quién es que no le puedes creer? Esta sencilla pregunta le abrió
los ojos. Hasta entonces había pensado que la fe era alguna cosa
misteriosa que debía sentir dentro de sí, y que sin sentirla no
podía tener la seguridad de su salvación. Pero la fe del creyente
pone su mira, no en sí misma, sino en Cristo y en la obra que acabó,
aceptando confiadamente el testimonio que un Dios fiel da de Cristo y
de su obra.
Es por mirar al Salvador que tenemos la paz del alma ; o sea la
paz dentro de nosotros. Cuando un hombre vuelve su rostro hacia el
sol no puede ver la sombra de su cuerpo. De igual modo el pecador
tampoco puede mirarse a sí mismo y mirar a la vez a Cristo en su
gloria.
Así pues, vemos que el bendito Hijo de Dios gana mi confianza. Su
obra
acabada me pone eternamente en seguridad. Y la palabra
que Dios ha dado tocante a los que creen en él me da la certeza
inalterable de tal seguridad. Encuentro en Cristo y su obra el camino
de la salvación ; y en la Palabra de Dios el conocimiento de esa
salvación.
Quizá alguno de
mis lectores diga : «Si soy salvo, ¿cómo es que experimento tantas
fluctuaciones de ánimo ;que tan a menudo pierdo la alegría, y que
me siento tan abatido como antes de mi conversión?»
CAPÍTULO 3
El gozo de la Salvación
Esta pregunta nos lleva a tratar el
tercer punto : el gozo de la salvación.
Hallarás en las Escrituras que, si estás salvo por la obra de
Cristo y estás seguro de ello por la Palabra de Dios, vas a
conservar el gozo y la satisfacción espirituales por el Espíritu
Santo que habita en el cuerpo de cada creyente.
Conviene tener presente que toda persona salva todavía tiene en
sí “la carne”, esto es, la naturaleza pecaminosa en que ha
nacido, la que empezó a manifestarse desde sus más tiernos años.
El Espíritu Santo en el creyente resiste a “la carne”, y se ve
entristecido por cualquier manifestación de ella, ya sea de
pensamiento, de palabra o de obra.
Cuando el creyente anda como es digno del Señor, el Espíritu
Santo produce en el alma su fruto, que es : “Amor, gozo, paz...”
(Gálatas 5:22). Si anda en camino carnal o mundano, el Espíritu se
entristece y faltan esos frutos en mayor o menor proporción.
Expondré tu situación como creyente en la forma siguiente : La
obra de Cristo y tu salvación juntamente subsisten o se vienen
abajo.
Tu modo de andar y tu gozo juntamente subsisten o se vienen
abajo.
Si la obra de Cristo se viniera abajo, o cayera en tierra (lo cual
es imposible, gracias a Dios), tu salvación caería juntamente con
ella. Pero, cuando cometes una falta por tu modo de andar (¡vive con
cuidado, porque esto es muy posible!), entonces la alegría te
faltará también.
En los Hechos de los Apóstoles se dice que los primeros
cristianos andaban “en el temor del Señor, y se acrecentaban
fortalecidos por el Espíritu Santo” (Hechos 9 : 31). También
vemos que “los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu
Santo” (Hechos 13 : 52).
Mi gozo espiritual estará en proporción con el carácter
espiritual de la conducta que observe después de mi salvación.
¿Ves ahora, en qué consiste tu equivocación? Confundes el gozo
de la salvación con la seguridad de la misma, que son dos cosas
enteramente diferentes. Cuando, por seguir tu voluntad o por espíritu
mundano, o por dejarte llevar de la ira, entristeciste al Espíritu
Santo y, por consiguiente, perdiste el gozo, creíste haber perdido
también tu salvación. Pero no es así. Una vez más te repito :
Tu salvación depende de la obra que Cristo hizo para
ti.
La certeza que puedes tener de tu salvación depende de la
Palabra de Dios dicha a ti.
El gozo de la salvación depende de no entristecer al Espíritu
Santo que habita en ti.
Si tú, como hijo de Dios que eres, entristeces al Espíritu
Santo, tu comunión con el Padre y el Hijo quedará de hecho
interrumpida, a lo menos por algún tiempo ; y hasta que reconozcas y
confieses tu pecado, aquella comunión y el gozo de que va seguida,
no te serán devueltos.
La representación de una familia
Vaya el ejemplo siguiente : Tu hijo ha cometido un acto de
desobediencia. Su semblante manifiesta que ha hecho algo que no
debía. Media hora antes disfrutaba paseando contigo por el jardín,
admirando lo que tú admirabas, alegrándose con lo que te alegraba.
En otras palabras : estaba en comunión contigo ; sus sentimientos y
gustos eran comunes con los tuyos. Pero al desobedecerte cambió
todo, y el niño desobediente tiene que sufrir su castigo, y en su
semblante se ve la manifestación de la tristeza de su corazón.
Tú le aseguras que le perdonarás al momento de confesar su falta
; pero su orgullo y terquedad no le permiten hacerlo.
¿Qué se ha hecho de la alegría que gozaba media hora antes? Ha
desaparecido por completo. Y ¿por qué causa? Porque la comunión
que existía entre tú y tu hijo se ha interrumpido.
¿Qué se ha hecho del parentesco que existía media hora antes
entre tú y tu hijo? ¿Ha desaparecido también? ¿Se ha roto o se ha
interrumpido? Claro que no. Su parentesco contigo depende de su
nacimiento. Su comunión contigo depende de su conducta.
El desenlace de esta escena lo prueba. El niño, con corazón
humilde te confiesa toda su culpa sin dejar nada por decir, de tal
modo que comprendes que él aborrece la desobediencia y su culpa,
como tú mismo, y en vista de ello le tomas en brazos y le cubres de
besos.
¡Ves qué cambio se ha verificado en el rostro del niño! Ha
recobrado el gozo porque ha recobrado la comunión con su padre.
Cuando David pecó tan gravemente en el caso de la mujer de Urías,
no dijo : « Vuélveme tu salvación», sino: “Vuélveme el gozo
de tu salvación” (Salmo 51 : 12).
Continuemos nuestra supuesta historia, y llevemos el caso un
poquito más allá. Supongamos que mientras tu hijo está sin dar
muestras de querer reanudar la comunión contigo, se oyen alrededor
de la vivienda las voces de tus vecinos que gritan : – ¡Incendio,
incendio! ¿Qué va a ser de tu hijo? ¿Vas a dejarlo en la casa para
que sea consumido por el fuego y sepultado entre los escombros?
¡Imposible!
Lo más probable es que él fuera la primera persona que sacarías
afuera y que pondrías a salvo. ¡Ah! no hay duda ; tú sabes
perfectamente que el amor del parentesco es una cosa y que el gozo de
la comunión es otra muy distinta.
Ahora bien ; cuando el creyente cae en el pecado, la comunión con
el Padre está temporalmente interrumpida, y falta el gozo hasta que
con corazón arrepentido se vuelva al Padre y le confíe sus pecados.
Entonces, fiándose en la Palabra de Dios, sabe que Dios lo
perdona de nuevo ; porque su Palabra declara terminantemente que :
“si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1 : 9).
El lazo indestructible y el lazo
quebradizo
Pues bien, amado hijo de Dios ; ten siempre presente estas dos
cosas : Que no hay ningún lazo más fuerte que el del parentesco; y
que nada hay tan delicado como el lazo de la comunión. Todo el poder
y el consejo de la tierra y del infierno reunidos no pueden anular el
primero, mientras que un deseo torpe o una palabra frívola basta
para romper el segundo.
Si estás entristecido sin saber la causa, humíllate delante de
Dios, y escudriña tus caminos, y cuando hayas descubierto al ladrón
que te robaba el gozo, sácalo de una vez a la luz, es decir,
confiesa el pecado a Dios, tu Padre ; júzgate a ti mismo sin la
menor reserva por la escasa vigilancia que habías ejercido sobre tu
alma y que ha permitido que el enemigo entre sin resistencia.
Pero no confundas nunca, nunca, nunca, tu salvación con el gozo
de la misma.
No imagines, sin embargo, que el juicio de Dios es un poquito más
suave para el pecado del creyente que para el del que no cree. El no
tiene dos procederes distintos para tratar el pecado. El no puede
pasar por alto los pecados del creyente, como tampoco pasa por alto
los pecados de aquellos que rechazan a su Hijo. Pero entre ambos
casos hay la gran diferencia de que Dios hizo provisión para los
pecados del creyente, y fueron todos cargados sobre el Cordero (que
él mismo proveyó) colgado de la cruz en el Calvario, y allí fue
vista, discutida y resuelta la gran cuestión de la penalidad del
pecado, desde su punto de vista criminal, cayendo el castigo que
merecía el pecador sobre su bendito sustituto, “quien llevó él
mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2 :
24).
El que rechaza a Cristo debe sufrir el
castigo de sus pecados en su cuerpo, en el lago de fuego, para
siempre. Mas, cuando el que está salvo cae en falta, la cuestión
del pecado, en su “aspecto criminal”, no puede ser suscitada de
nuevo, ya que el mismo Juez la resolvió de una vez y para siempre
sobre la cruz. Pero la cuestión de la comunión se levanta dentro
del alma por el Espíritu Santo cuantas veces el creyente entristece
a ese Espíritu.
La figura de la luna y el lago
Permíteme, para concluir, que me valga
de otro ejemplo. Es una hermosa noche de luna llena, y ésta parece
brillar con mayor claridad que de costumbre.
Dos hombres están mirando atentamente
una laguna, en cuyas tranquilas aguas se ve la luna reflejada ; y uno
de ellos le dice a su amigo que está a su lado :¡Qué brillante y
redonda está la luna esta noche! ¡Qué silenciosa y majestuosamente
sigue su curso! Apenas acaba de pronunciar estas palabras, cuando su
amigo arroja una piedra a las aguas, y el primero exclama : – ¿Qué
es esto? ¡la luna se ha hecho pedazos y sus fragmentos chocan unos
contra otros en la mayor confusión! ¡Qué tontería! – replica el
que arrojó la piedra –.¡Mírala allá, arriba! La luna no ha
sufrido cambio alguno. Sólo son las circunstancias de las aguas que
la reflejan las que han cambiado.
Creyente, aplica a tu caso esta
sencilla figura. Tu corazón es como la laguna. Cuando en él no das
cabida al mal, el Espíritu de Dios toma las perfecciones y glorias
de Cristo y te las revela para tu consuelo y gozo. Pero, en el
momento que acoges un mal pensamiento, o bien sale de tu boca una
palabra ociosa, el Espíritu de Dios empieza a turbar las aguas ;
tus sentimientos de felicidad caen en pedazos, y estás turbado e
intranquilo Interiormente, hasta que, con ánimo quebrantado delante
de Dios, le confieses el pecado que ha sido la causa de tu
intranquilidad. Así se restaura una vez más la calma de tu corazón
y disfrutas de nuevo del gozo de la comunión.
Pero, cuando tu corazón se halla intranquilo, pregunto yo : ¡Ha
sufrido algún cambio la obra de Cristo? De ninguna manera. Tu
salvación, por lo tanto, tampoco ha cambiado.
¿Ha cambiado la Palabra de Dios? Por cierto que no. Pues
entonces, la certeza de tu salvación tampoco ha sufrido en lo más
mínimo. ¡Qué es, pues, lo que ha cambiado? Es la acción del
Espíritu Santo en ti ; en vez de tomar las glorias de Cristo y
llenar tu corazón del sentimiento de su dignidad, se entristece al
tener que abandonar este oficio deleitoso para llenar tu conciencia
del sentimiento de tu pecado y de tu indignidad.
El te priva de su consuelo y gozo hasta que tú condenes y
resistas lo que él condena y resiste. Cuando esto ha acontecido, la
comunión con Dios queda nuevamente restablecida.
¡Quiera el Señor ayudarnos a ser más y más celosos de nosotros
mismos, a fin de que no demos ocasión de contristar “al Espíritu
Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la
redención”! (Efesios 4 : 30).
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y
por los siglos
Querido lector, por débil que sea tu fe, ten la seguridad de que
el bendito Salvador en quien has depositado tu confianza,
jamás cambiará. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los
siglos” (Hebreos 13 : 8).
La obra que él acabó no cambiará jamás. “Todo lo que
Dios hace será perpetuo (para siempre) ; sobre aquello no se
añadirá, ni de ello se disminuirá” (Eclesiastés 3 : 14).
La palabra que El ha pronunciado jamás cambiará : “La
hierba se seca, y la flor se cae ; mas la Palabra del Señor
permanece para siempre” (1 Pedro 1 : 24-25).
Así pues, el objeto de tu fe, el fundamento de tu salvación y la
base de tu certeza, son por igual eternamente inmutables (no
cambian).
El amor que por él siento es
inestable.
Y mi gozo mengua o crece sin cesar ;
Mas la paz que tengo en Dios es
inmutable,
La Palabra de mi Dios no ha de
cambiar.
Yo varío ; pero él nunca ha
variado.
Y jamás el Salvador podrá morir ;
En Jesús, y no en mí mismo, estoy
fiado ;
Su bondad es la que me ha de bendecir
¡Permíteme que te pregunte una vez más : – ¡En qué clase
vas viajando? Te ruego que te vuelvas a Dios en tu corazón, y le
respondas a él mismo.
“Sea Dios veraz y todo hombre
mentiroso” (Romanos 3 : 4).
“El que recibe su testimonio, éste
atestigua que Dios es
veraz (dice la verdad)” (Juan
3 : 33).
Ojalá que la gozosa certeza de poseer esta “salvación tan
grande” llene tu corazón, querido lector, ahora y “hasta que El
(Jesús) venga”.
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