Eduardo Galeano
Invisibles
El héroe
¿Cómo hubiera sido la guerra de Troya contada desde el punto de
vista de un soldado anónimo? ¿Un griego de a pie, ignorado por los dioses y
deseado no más que por los buitres que sobrevuelan las batallas? ¿Un campesino
metido a guerrero, cantado por nadie, por nadie esculpido? ¿Un hombre
cualquiera, obligado a matar y sin el menor interés de morir por los ojos de
Helena?
¿Habría presentido ese soldado lo que Eurípides confirmó
después? ¿Que Helena nunca estuvo en Troya, que sólo su sombra estuvo allí? ¿Que
diez años de matanzas ocurrieron por una túnica vacía?
Y si ese soldado sobrevivió, ¿qué recordó?
Quién sabe.
Quizás el olor. El olor del dolor, y simplemente eso.
Tres mil años después de la caída de Troya, los corresponsales
de guerra Robert Fisk y Fran Sevilla nos cuentan que las guerras huelen. Ellos
han estado en varias, las han sufrido por dentro, y conocen ese olor de
podredumbre, caliente, dulce, pegajoso, que se te mete por todos los poros y se
te instala en el cuerpo. Es una náusea que jamás te abandonará.
Americanos
Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el
primer hombre que vio, desde una cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí
vivían, ¿eran ciegos?
¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al
tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés,
Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?
Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que
América era la Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos?
Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se
apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que
vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?
Fundación de las desapariciones
Miles de muertos sin sepultura deambulan por la pampa argentina.
Son los desaparecidos de la última dictadura militar.
La dictadura del general Videla aplicó en escala jamás vista la
desaparición como arma de guerra. La aplicó, pero no la inventó. Un siglo antes,
el general Roca había utilizado contra los indios esta obra maestra de la
crueldad, que obliga a cada muerto a morir varias veces y que condena a sus
queridos a volverse locos persiguiendo su sombra fugitiva.
En la Argentina, como en toda América, los indios fueron los
primeros desaparecidos. Desaparecieron antes de aparecer. El general Roca llamó
conquista del desierto a su invasión de las tierras indígenas. La
Patagonia era un espacio vacío, un reino de la nada, habitado por
nadie.
Y los indios siguieron desapareciendo después. Los que se
sometieron y renunciaron a la tierra y a todo, fueron llamados indios
reducidos: reducidos hasta desaparecer. Y los que no se sometieron y fueron
vencidos a balazos y sablazos, desaparecieron convertidos en números, muertos
sin nombre, en los partes militares. Y sus hijos desaparecieron también:
repartidos como botín de guerra, llamados con otros nombres, vaciados de
memoria, esclavitos de los asesinos de sus padres.
Padre ausente
Robert Carter fue enterrado en el jardín.
En su testamento, había pedido descansar bajo un árbol de
sombra, durmiendo en paz y en oscuridad. Ninguna piedra, ninguna
inscripción.
Este patricio de Virginia fue uno de los más ricos, quizás el
más, entre todos aquellos prósperos propietarios que se independizaron de
Inglaterra.
Aunque algunos padres fundadores de Estados Unidos tenían mala
opinión de la esclavitud, ninguno liberó a sus esclavos. Carter fue el único que
desencadenó a sus cuatrocientos cincuenta negros para dejarlos vivir y
trabajar según su propia voluntad y placer. Los liberó gradualmente,
cuidando de que ninguno fuera arrojado al desamparo, setenta años antes de que
Abraham Lincoln decretara la abolición.
Esta locura lo condenó a la soledad y al olvido.
Lo dejaron solo sus vecinos, sus amigos y sus parientes, todos
convencidos de que los negros libres amenazaban la seguridad personal y
nacional.
Después, la amnesia colectiva fue la recompensa de sus
actos.
La Justicia ve
La historia oficial de Brasil sigue llamando inconfidencias,
deslealtades, a los primeros alzamientos por la independencia
nacional.
Antes de que el príncipe portugués se convirtiera en emperador
brasileño, hubo varias tentativas patrióticas. Las más importantes fueron las de
Minas Gerais y Bahía.
El único protagonista de la Inconfidencia mineira que
fue ahorcado y descuartizado, Tiradentes, el sacamuelas, era un militar de baja
graduación. Los demás conspiradores, señores de la alta sociedad minera hartos
de pagar impuestos coloniales, fueron indultados.
Al fin de la Inconfidencia bahiana, el poder colonial
indultó a todos, con cuatro excepciones: Manoel Lira, João do Nascimento, Luis
Gonzaga y Lucas Dantas fueron ahorcados y descuartizados. Los cuatro eran
negros, hijos o nietos de esclavos.
Hay quienes creen que la Justicia es ciega.
Olympia
Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de
mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al
viento.
Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges
propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la
guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó:
–Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la
guillotina, ¿por qué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían. No podían hablar, no podían votar.
Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas
en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland.
Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La
condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella
había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir
hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los
masculinos asuntos de estado.
Y la guillotina volvió a caer.
Los invisibles
En 1869, el canal de Suez hizo posible la navegación entre dos
mares.
Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que el
pachá Said y sus herederos vendieron el canal a los franceses y a los ingleses a
cambio de poco o nada, que Giuseppe Verdi compuso la ópera Aída para
que fuera cantada en la inauguración y que noventa años después, al cabo de una
larga y dolida pelea, el presidente Gamal Abdel Nasser logró que el canal fuera
egipcio.
¿Quién recuerda a los ciento veinte mil presidiarios y
campesinos, condenados a trabajos forzados, que construyendo el canal cayeron
asesinados por el hambre, la fatiga y el cólera?
En 1914, el canal de Panamá abrió un tajo entre dos
océanos.
Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que la
empresa constructora quebró, en uno de los más sonados escándalos de la historia
de Francia, que el presidente de Estados Unidos, Teddy Roosevelt, se apoderó del
canal y de Panamá y de todo lo que encontró en el camino, y que sesenta años
después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Omar Torrijos logró
que el canal fuera panameño.
¿Quién recuerda a los obreros antillanos, hindúes y chinos que
cayeron construyéndolo? Por cada kilómetro murieron setecientos, asesinados por
el hambre, la fatiga, la fiebre amarilla y la malaria.
Las invisibles
Mandaba la tradición que los ombligos de las recién nacidas
fueran enterrados bajo la ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran
cuál es el lugar de la mujer, y que de allí no se sale.
Cuando estalló la revolución mexicana, muchas salieron, pero
llevando la cocina a cuestas. Por las buenas o por las malas, por secuestro o
por ganas, siguieron a los hombres de batalla en batalla. Llevaban el bebé
prendido a la teta y a la espalda las ollas y las cazuelas. Y las municiones:
ellas se ocupaban de que no faltaran tortillas en las bocas ni balas en los
fusiles. Y cuando el hombre caía,
empuñaban el arma.
En los trenes, los hombres y los caballos ocupaban los vagones.
Ellas viajaban en los techos, rogando a Dios que no lloviera.
Sin ellas, soldaderas, cucarachas, adelitas, vivanderas,
galletas, juanas, pelonas, guachas, esa revolución no hubiera
existido.
A ninguna se le pagó pensión.
(Capítulos del libro Espejos/ Una historia casi
universal, de Eduardo Galeano, que pronto estará en
librerías)