Paul Erdös, matemático húngaro, dedicó toda su
vida a las matemáticas con exclusión de casi toda otra actividad excepto comer y
dormir. En vez de saludar a cualquier colega con un “Buenos días”, su saludo
era, “¿Tienes abierto el cerebro?”, y continuaba, “Sea k el número integral más
pequeño que…”, y así por horas y a cualquier hora del día o de la noche. Sus
cartas desde cualquier parte del mundo seguían el mismo patrón: “Estoy en
Australia. Mañana salgo para Hungría. Sea f una función de x tal que…”.
Todos los niños pequeños eran para él
“epsilón”, que es el símbolo matemático para una cantidad muy pequeña.
Un día fue a la ceremonia del bar mitzvah del
hijo de un amigo suyo, cuaderno en mano, y probó varios teoremas nuevos durante
la ceremonia.
Decía, “La televisión la inventaron los rusos
para destruir la educación en América.”
A un amigo suyo que le consultó sobre con qué
frecuencia debería tener sexo con su mujer para mantener continuidad junto con
variedad, le recomendó: “Hazlo en los días del mes que son números primos; con
eso tienes intensidad a primeros de mes, 2, 3, 5, 7, y descanso hacia el final
cuando los números primos se distancian, 21, 29.” De sí mismo decía con candor
que nunca tuvo sexo en su vida. No tenía tiempo.
Cuando enseñaba en la universidad de Notre
Dame tenía asignado un asistente permanente para que si de repente se marchaba
por la necesidad imperiosa de resolver con un colega un problema matemático que
había iniciado con él y cuya solución se le acababa de ocurrir en clase, el
asistente pudiera continuar con la explicación.
Su amigo Stanislaw Ulam, húngaro y matemático
como él, tuvo una hemorragia cerebral, y Erdös fue a visitarlo en el hospital.
Nada más entrar en su habitación le saludó con estas palabras: ‘Menos mal que te
encuentro vivo, Stan, si no, hubiera tenido que acabar yo solo las
investigaciones que estamos llevando entre los dos…, y además hubiera tenido que
escribir tu necrología. Vamos a trabajar.’
Cuenta Chip Ordman, su colega en la
universidad de Memphis: “Comenzó a perder vista, pero no quería quitarle tiempo
a las matemáticas para ir al oculista. Por fin perdió casi toda la visión y
necesitó un transplante de córnea. No era fácil encontrar un donante. Se
saltaron un poco la cola diciendo que su cura avanzaría las matemáticas para
bien de la humanidad. La operación iba a durar varias horas. El cirujano le
explicó la operación y sus resultados, y Erdös le preguntó solamente: ‘¿Podré
leer?’ ‘Sí’, le contestó el doctor, ‘de eso precisamente se trata.’ Erdös entró
en el quirófano, y al ver que bajaban la luz protestó: ‘¿Por qué bajan las
luces?’ Le contestaron que para la operación, y él se indignó: ¿No me habían
dicho que podría leer?’ El cirujano pacientemente le explicó que se trataba de
leer después de la operación, no durante ella; pero Erdös se puso a discutir
vivamente, insistiendo en que mientras le operaba un ojo podía leer una revista
matemática con el otro. El cirujano tuvo que recurrir a la desesperada al
teléfono para conseguir de la facultad de matemáticas de la Universidad de
Memphis que un profesor viniera de inmediato a hablar de matemáticas con Erdös
durante la operación. Vino, y todo fue bien.
En su habitación del hospital continuó con las
matemáticas. El suelo estaba lleno de revistas matemáticas, y Erdös, desde la
cama, llevaba tres conversaciones al mismo tiempo, en húngaro con un grupo en un
rincón, en alemán con otro grupo en otro rincón, y en inglés con otro. Todo eso
mientras seguía hablando conmigo y con mi mujer. Los médicos entraban, y él les
decía: ‘¡Márchense! ¿No ven que estoy ocupado? Vuelvan después de unas horas.’
Que es lo que hacían.”
Cuando estaba en la mitad de una conferencia
en el International Symposium on Combinatorics, Graph Theory, and Computing en
Boca Raton, Florida, en 1996, se levantó de la mesa para escribir en el tablero,
y cayó de repente al suelo quedándose rígido como un tronco. Su presión arterial
bajó a 37. Estaba tumbado en el suelo pero con el micrófono todavía colgado al
cuello. Los asistentes se asustaron y los de seguridad los estaban conduciendo
hacia fuera. De repente Erdös volvió en sí y, tumbado como estaba, dijo por el
micrófono: ‘Díganles que no se marchen. Aún tengo dos problemas más que
proponerles.’
Una vez en Kalamazoo, Michigan, estaba
escuchando una conferencia de Gerhart Ringel, un matemático de Santa Cruz. Al
acabar la charla, Erdös, que estaba sentado en la primera fila, le hizo una
pregunta. En mitad de la pregunta se cayó y quedó frío. Le llevaron a la clínica
y le pusieron un marcapasos. Por la noche, con toda tranquilidad, asistió al
banquete de despedida. Sus dos cirujanos del corazón vinieron con él. Él los
presentó, saludó a todos, y añadió: ‘Ahora querría acabar de hacerle al doctor
Ringel mi pregunta.’
Sus problemas de ojo y de corazón no lo
pararon en su circuito de charlas en veinticinco países. Notó que la
concurrencia a sus charlas iba en aumento hasta el punto que había que buscar
salones cada vez mayores para sus conferencias. Esta era la traviesa razón que
daba para explicar su aumento en popularidad: ‘Todo el mundo quiere poder
presumir cuando yo me muera, “Sí, claro que yo conocía a Erdös; incluso asistí a
su última charla.” Con esa idea vienen a oírme cada vez más según me acerco a mi
fin, esperando que sea la última.’
En una célebre comunicación en el Congreso de
Matemáticos reunido en París en 1900, David Hilbert propuso veintitrés problemas
importantes que, según él, estaban clamando por una solución durante el siglo
veinte que entonces comenzaba. El primero en su lista fue la Hipótesis del
Continuo de Cantor. Georg Cantor (1845-1918) había investigado conjuntos
infinitos llegando a la conclusión de que había un infinito número de infinitos
infinitamente distintos unos de otros. El primer infinito es el infinito
aritmético o de los números naturales al que Cantor bautizó alef-cero. El
siguiente, es el infinito geométrico de los números reales, alef-uno para los
iniciados. Y de ahí a toda la generación espontánea de los alefs de todos
tamaños y colores. Toda una tribu.
Aquí es donde viene la pregunta. Bien
sencilla. Alef-uno es mayor que alef-cero. ¿Habrá ahora algún otro alef entre
los dos, mayor que el primero y menor que el segundo? Como para perder el sueño.
Cantor había conjeturado que no existía tal conjunto entremedio, pero no tenía
prueba de ello y nadie la había encontrado todavía. Esa era la Hipótesis del
Continuo. Paul Cohen en 1963 sacudió a toda la comunidad matemática mundial
cuando demostró que ni se podía probar que había otro alef entre alef-cero y
alef-uno, ni se podía probar que no lo había. Por esa hazaña logística se le
concedió la Medalla Fields (que es el Premio Nobel de matemáticas) en el
Congreso de Matemáticos reunido en Moscú en 1966. (Yo estuve presente en ese
acto como delegado de la India al congreso, y por eso me emociono ahora al
contarlo en la Web. Se me rompieron las manos de aplaudir). Y ahora viene
Erdös.
A Erdös le preocupaba la Hipótesis del
Continuo y no estaba muy convencido de la solución de Cohen, o mejor, no se
resignaba a ella. Eso de que no se pudiera probar que sí y no se pudiera probar
que no, hería su orgullo matemático. Su salida era contar el chiste del
evangelista que paraba a gente en la calle con la pregunta, ‘¿Qué le diría usted
a Jesús si se lo encontrara ahora en la calle?’ Erdös decía que le preguntaría a
ver si la Hipótesis del Continuo de Cantor era verdadera. Decía que Jesús tenía
tres respuestas posibles. Podría decir, ‘Paul Cohen ya te ha dicho todo lo que
se sabe acerca de eso’. O, ‘Sí, hay una respuesta, pero por desgracia tu cerebro
no está lo suficientemente desarrollado para comprenderla.’ Y también podía dar
una tercera respuesta, ‘El Padre, el Espíritu Santo, y Yo lo llevamos pensando
desde antes de la creación, y aún no hemos llegado a una conclusión.’ Esta
última respuesta –continuaba Erdös– es, desde luego, la mejor, y nos asegura que
vamos a tener una eternidad matemáticamente divertida en el cielo. Va a merecer
la pena.”
Cuando cumplió 81 años dijo, “Probablemente
soy cuadrado perfecto por última vez.” Se refería a que 81 es 9 al cuadrado, y
el próximo cuadrado perfecto sería 10 al cuadrado, es decir, cien. Murió a los
83 años en 1996.
(Paul Hoffman, The man who loved only numbers,
Hyperion, New York 1998, pp. 3, 6, 9, 16, 35, 104, 127, 176, 225, 242, 244,
245). |