Imitar la originalidad, por Eduardo Galeano
Queridos todos:
Gracias, gracias mil, por este doctorado que tanto me honra.
No
porque yo crea que el título de doctor mejora a la gente, como creía el
papá de un niño que nació, hace ya unos años, en el pueblo de Cerro
Chato,
allá en mi país. El papá quería un hijo con diploma, y como el bebé no
le pareció digno de confianza, le puso de nombre Doctor. Y así se
llamó, Doctor Galarza, durante toda la vida.
No, no es por eso. Yo me siento muy honrado porque esta distinción proviene de una Universidad que tiene una lindísima historia.
Aquí
brotó la Reforma Universitaria que sacudió a toda América Latina en
1918, medio siglo antes del estallido estudiantil de París y de México.
Gracias
a la energía que Córdoba desató, las cosas han cambiado, y aunque
todavía queda mucho por cambiar en el campo de la educación y en todo
lo demás, no viene mal recordar que en aquellos tiempos todavía
la cátedra cordobesa de Filosofía del Derecho enseñaba un tema llamado
"Deberes para con los siervos" y los estudiantes de Medicina se
recibían sin haber visto jamás un enfermo.
Los profesores,
venerables espectros, copiaban a Europa con algunos siglos de atraso, y
con orlas y con borlas recompensaban los méritos
de quienes mejor repetían esas lecciones ajenas.
Fue entonces que los estudiantes cordobeses, hartos, estallaron.
Se declararon en huelga
contra los carceleros del espíritu y convocaron a los estudiantes y a
los trabajadores de toda América Latina a luchar juntos por una cultura
propia.
Poderosos ecos
respondieron, desde México hasta Chile, a ese grito que en Córdoba
resonó, en aquel manifiesto fundador que ya ha cumplido
noventa años de edad y no ha perdido ni un poquito de energía juvenil.
Suenan como de ahora aquellas palabras que supieron decir: Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen.
Córdoba se redime. Desde
hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los
dolores que quedan son las libertades que faltan.
Aquel
movimiento heredaba lo mejor de la historia americana. Quizá sus
protagonistas no conocían la obra ni la palabra de un venezolano
llamado Simón Rodríguez**, pero don Simón estaba vivo, vivo y
coleando, en esa explosión cordobesa que ocurrió un siglo después de sus andares por los caminos americanos.
Decía don Simón, en la primera mitad del siglo diecinueve:
Somos
independientes, pero no libres. La sabiduría de Europa y la prosperidad
de los Estados Unidos son, en América dos enemigos de la libertad de
pensar.
Y cuando decía América, decía América Latina, y no viene
mal, dicho sea de paso, recordar ahora aquella perdida dignidad del
lenguaje.
Recorriendo América, nuestra América, a lomo de mula, don Simón increpaba
a los dueños del poder, les decía:
-¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!
Y proponía una educación radicalmente nueva:
-Mandar
recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos -decía.
Enseñen a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a
obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Predicó
en el desierto, escuchado por nadie, y murió en soledad, ignorado,
despreciado, ninguneado, aquel fundador de la nueva educación
americana.
"Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos", escribió, "y la hice un infierno para mí".
Permítanme
ustedes dedicar a don Simón y a sus hijos cordobeses, que quizá no
conocían a su papá, esta distinción que tan generosamente se me otorga
hoy.
**Simón Rodríguez escritor y filósofo venezolano (1769-1854 tutor y mentor de Simón Bolívar.
Tomado de Hoy la Universidad (periódico de la UNC):
http://www.sae.
unc.edu.ar/ institucional/ periodicohoylaun iversidad/ 2008/numero-
45/imitar- la-originalidad- por-eduardo- galeano
NOTA al PIE:
El audio completo de este acto académico puede descargarse libremente de este enlace que ponemos a continuación:
http://rapidshare. com/files/ 196215001/ Galeano_en_ Cordoba.mp3.
html
Imitar la originalidad, por Eduardo Galeano
Queridos todos:
Gracias, gracias mil, por este doctorado que tanto me honra.
No
porque yo crea que el título de doctor mejora a la gente, como creía el
papá de un niño que nació, hace ya unos años, en el pueblo de Cerro
Chato,
allá en mi país. El papá quería un hijo con diploma, y como el bebé no
le pareció digno de confianza, le puso de nombre Doctor. Y así se
llamó, Doctor Galarza, durante toda la vida.
No, no es por eso. Yo me siento muy honrado porque esta distinción proviene de una Universidad que tiene una lindísima historia.
Aquí
brotó la Reforma Universitaria que sacudió a toda América Latina en
1918, medio siglo antes del estallido estudiantil de París y de México.
Gracias
a la energía que Córdoba desató, las cosas han cambiado, y aunque
todavía queda mucho por cambiar en el campo de la educación y en todo
lo demás, no viene mal recordar que en aquellos tiempos todavía
la cátedra cordobesa de Filosofía del Derecho enseñaba un tema llamado
"Deberes para con los siervos" y los estudiantes de Medicina se
recibían sin haber visto jamás un enfermo.
Los profesores,
venerables espectros, copiaban a Europa con algunos siglos de atraso, y
con orlas y con borlas recompensaban los méritos
de quienes mejor repetían esas lecciones ajenas.
Fue entonces que los estudiantes cordobeses, hartos, estallaron.
Se declararon en huelga
contra los carceleros del espíritu y convocaron a los estudiantes y a
los trabajadores de toda América Latina a luchar juntos por una cultura
propia.
Poderosos ecos
respondieron, desde México hasta Chile, a ese grito que en Córdoba
resonó, en aquel manifiesto fundador que ya ha cumplido
noventa años de edad y no ha perdido ni un poquito de energía juvenil.
Suenan como de ahora aquellas palabras que supieron decir: Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen.
Córdoba se redime. Desde
hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los
dolores que quedan son las libertades que faltan.
Aquel
movimiento heredaba lo mejor de la historia americana. Quizá sus
protagonistas no conocían la obra ni la palabra de un venezolano
llamado Simón Rodríguez**, pero don Simón estaba vivo, vivo y
coleando, en esa explosión cordobesa que ocurrió un siglo después de sus andares por los caminos americanos.
Decía don Simón, en la primera mitad del siglo diecinueve:
Somos
independientes, pero no libres. La sabiduría de Europa y la prosperidad
de los Estados Unidos son, en América dos enemigos de la libertad de
pensar.
Y cuando decía América, decía América Latina, y no viene
mal, dicho sea de paso, recordar ahora aquella perdida dignidad del
lenguaje.
Recorriendo América, nuestra América, a lomo de mula, don Simón increpaba
a los dueños del poder, les decía:
-¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!
Y proponía una educación radicalmente nueva:
-Mandar
recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos -decía.
Enseñen a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a
obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Predicó
en el desierto, escuchado por nadie, y murió en soledad, ignorado,
despreciado, ninguneado, aquel fundador de la nueva educación
americana.
"Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos", escribió, "y la hice un infierno para mí".
Permítanme
ustedes dedicar a don Simón y a sus hijos cordobeses, que quizá no
conocían a su papá, esta distinción que tan generosamente se me otorga
hoy.
Mi hogar la coherencia,
Mi texto la libertad.