Tiempo para acompañar a la Virgen grávida durante las últimas semanas
de su Buena Esperanza, cuando el peso de Jesús se hace sentir más.
Junto a otras muchas consideraciones que obtenemos de la meditación
de los textos litúrgicos del tiempo de Adviento, hay una que no me
gustaría olvidar.
«Estamos ya habituados al término «adviento» -decía el Papa Juan
Pablo II el 29 de noviembre de 1978-; sabemos qué significa; pero
precisamente por el hecho de estar tan familiarizados con él, quizá no
llegamos a captar toda la riqueza que encierra dicho concepto. Adviento
quiere decir «venida». Por lo tanto, debemos preguntarnos: ¿Quién es el
que viene?, y ¿para quién viene? En seguida encontramos la respuesta a
esta pregunta. Hasta los niños saben que es Jesús quien viene para ellos
y para todos los hombres. Viene una noche en Belén, nace en una gruta
que se utilizaba como establo para el ganado. Esto lo saben los niños,
lo saben también los adultos que participan de la alegría de los niños y
parece que se hacen niños ellos también la noche de Navidad.»
Gran sabiduría la del Papa. Necesitamos volver una y otra vez sobre
las verdades más conocidas, para ahondar en ellas y arrancarles luces
nuevas: ¿Quién viene? Jesús. ¿Quién es Jesús? Es Cristo, el Mesías, el
Salvador, el Señor. ¿Quién es Cristo? De nuevo responde el Papa: «Cristo
es la alfa y la omega, el principio y el fin. Gracias a Él, la historia
de la humanidad avanza como una peregrinación hacia el cumplimiento del
Reino, que él mismo inauguró con su encarnación y su victoria sobre el
pecado y la muerte. Por eso, Adviento es sinónimo de esperanza: no es la
espera vana de un dios sin rostro, sino la confianza concreta y cierta
del regreso de Aquél que ya nos ha visitado, del «Esposo» que con su
sangre ha sellado con la humanidad un pacto de eterna alianza. Es una
esperanza que estimula la vigilancia, virtud característica de este
singular tiempo litúrgico. Vigilancia en la oración, alentada por una
expectativa amorosa; vigilancia en el dinamismo de la caridad concreta,
consciente de que el Reino de Dios se acerca allí donde los hombres
aprenden a vivir como hermanos».
Esperamos a un Dios con Rostro
Esperamos a un Dios con rostro; con un rostro humano que es
verdaderamente de Dios. Es el misterio esencial del cristianismo, el
misterio de la Encarnación. No somos náufragos a la deriva con
esperanzas inciertas de salvación. No somos nosotros los que hemos de
construir puentes entre la tierra y el cielo. Hay un puente, un
Pontifex, un constructor de puentes que se ha hecho él mismo Puente:
Jesucristo, Dios humanado. Dios que busca al hombre. El amor a Dios no
procede del hombre, es Dios quien nos ha amado primero y ha venido a
buscarnos, a darnos su amor y su vida para salvarnos y vuelve una y otra
vez, año tras año… con rostro de niño.
Podía haber venido con rostro de adulto, poder tenía para ello, como
pudo ser concebido en el seno virginal de María Inmaculada. Pero no,
quiso asumir nuestra existencia enteramente igual a la nuestra con la
única salvedad del pecado. Llega a la tierra despojado de toda gloria
divina y de toda posible gloria humana. Ese minúsculo ser humano casi
invisible es sacratísimo, tiene valor divino, es la naturaleza humana de
una Persona divina. Es la fulminación de la soberbia, de la vanagloria,
de la codicia, de la envidia, de la estupidez. Es el inicio de una
nueva era de la Humanidad. Dios ya tiene rostro humano. Hay un rostro
humano que manifiesta el rostro de Dios. Hay un embrión que es Dios y se
está gestando en el seno de una Virgen.
Adviento, tiempo mariano
Tiempo para acompañar a la Virgen grávida durante las últimas semanas
de su Buena Esperanza, cuando el peso de Jesús se hace sentir más. Ella
va nutriendo en su seno –teje que teje- la naturaleza humana del Hijo
Unigénito del Padre. Y siente el peso, un peso dulce, del Hijo de Dios
humanado.
Vive a la letra lo que unos siglos más tarde dirá lapidariamente san Agustín:
«mi amor es mi peso» (Amor meus, pondus meus).
Se refería el obispo de Hipona a que así como todas las cosas tienden a
su centro de gravedad, su corazón se precipitaba al Amor inmenso de
Dios, como atraído por irresistible imán. María llevaba en su seno
inmaculado el verdadero Centro de todas las cosas, de todo amor, que
bien es llamado Amor de los amores. ¡Qué peso! ¡Qué responsabilidad!
¡Qué cuidado! ¡Qué olvido de sí!
Adviento es tiempo para acompañar a Nuestra Madre y «ayudarla» a
llevar el peso de Dios, el peso de Jesús hasta Belén. Es tiempo de
confidencias con la Portadora de Dios Hijo hecho Niño en su seno
(cristófora). Es muy necesario, porque lo más parecido a la Santísima
Virgen de viaje a Belén es el cristiano de viaje por el mundo, sobre
todo cuando acaba de recibir a Jesús Sacramentado (cristóforo).
Normalmente, el cristiano que vive de la fe, está en gracia de Dios y es
templo del Espíritu Santo, tanto como decir asiento de la Trinidad:
Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo inhabitan en el alma del
«justo». Habitualmente –solía decir san Josemaría- en nuestro corazón
hay «un cielo». Habita o –según dicen los teólogos reforzando la
expresión- «inhabita» Dios Uno y Trino.
– ¿Cómo es posible? ¡Si no se nota nada!
Bueno, preciso es reconocer que nuestra sensibilidad es escasa. San
Pablo dice que el Espíritu Santo clama en nuestro corazones el grito de
nuestra filiación divina: «Abbá!», ¡Padre! (más exactamente: ¡Papá!).
Escucha. ¿No oyes? Tal vez te faltan algunos años de silencio interior.
Tendrías que empezar ya a entrenarte un ratito cada día. Lo mejor sería
acudir a la Virgen:
– Mamá, no oigo nada.
– Ven, hijo mío. Con este tapón en los oídos, ¿cómo vas a oír?
Su maternidad se extiende a tantas gentes…; y muchas no conocen a su
Madre ni a su Padre, no saben de su filiación divina ni de su filiación
mariana y andan por derroteros que separan de su Hijo. Ha de ser un peso
grave éste, para Ella.
Con Ella se aprende a llevar el peso de Dios, y de todo lo que es de Dios, lo
que Dios ha querido poner sobre nuestros hombros.
En primer lugar, el peso de la propia existencia, que al avanzar el
tiempo va haciéndose más gravoso. La famosa «levedad del ser» sólo puede
parecer al que vive en la espuma de la vida; no a quien vive la
existencia en profundidad. En ocasiones incluso el «ser», la existencia,
la vida, puede hacerse muy pesada. Además, siempre es preciso llevar el
peso de otros, según la máxima del Apóstol: «llevad los unos las cargas
de los otros». En ocasiones, se hace largo el camino. «Sucede que a
veces me canso de ser hombre», como escribió el poeta. Es el momento de
decírselo claramente, sin tapujos, a Jesús, que se preocupó de aquellos
que le siguieron durante tres días y les multiplicó los panes y los
peces «no sea –dijo, antes del comenzar el prodigio- que les falten las
fuerzas en el camino».(Mt 15, 32). El Señor está en ese detalle vital.
Por otro lado, cuando falta algo, por material que sea, la Madre de Dios
siempre será atendida por su Hijo. Dirá: «No tienen vino». Y el vino
correrá en abundancia, al menos en la medida que sea menester. En el
vino de Caná se engloban todas las necesidades vitales del hombre y
María es la sapientísima -¡graciosísima, llena de gracia humana y
divina!- presentadora de la indigencia de sus hijos así como la
Administradora del Paraíso.
En ocasiones, nos ayudará a comprender que lo que nos hace falta no
es justamente vino, sino la voluntad de no tomarlo y caeremos en la
cuenta de que el peso de la existencia -como el yugo de Cristo-, es
suave y el peso ligero…, cuando permitimos que Él y Ella lo lleven con
nosotros.
El peso del trabajo, de las relaciones familiares, profesionales,
sociales, económicos, de la debilidad física o moral, es llevadero y
quizá incluso liviano y gozoso, si lo llevamos con el espíritu de quien
sabe que todo es para el bien de los que aman a Dios. De este modo
vivimos el espíritu de penitencia y purificación –tan propio del tiempo
de Adviento-, como debe ser, con alegría honda, esperanzada y
agradecida.
Dios carga sobre nosotros «su peso» para que con Él, por Él y en Él
santifiquemos esta existencia de corta duración, santificando todo lo
que toquemos: los deberes de estado, los deberes de cristianos
coherentes, para arribar con el espíritu enhiesto, purificado, entero,
al Belén eterno, punto de referencia cierto e indispensable para
recorrer con garbo el camino de la vida en la tierra.
Tiempo de alegrarse con María
Adviento es, pues, tiempo para conversar con María. ¿De qué? ¿Acerca
de qué sueles conversar las personas? Pues de los puntos que tenemos en
común, de las coincidencias. Hemos comenzando por el saludo del Ángel:
¡Alégrate! Una feliz coincidencia. ¿Acaso un cristiano no ha oído nunca
de parte de Dios a un ángel –un padre, una madre, un hermano, un amigo,
un pastor…- que le haya dicho «¡alégrate!», porque eres cristiano,
porque has hallado gracia ante Dios, porque en las aguas del bautismo el
Espíritu ha descendido sobre ti, te ha ungido y te ha llenado de
gracia, te ha hecho santo, hijo de Dios, consorte de la divina
naturaleza, partícipe de la vida divina…?
¿Nunca te ha dicho nadie esto? Pues ya va siendo hora. La alegría
será progresiva, a medida que pasen los días y se incremente el peso de
la responsabilidad.
María es mujer singular, belleza única. Pero los hijos de Dios
participan de todas las facetas de su gracia. Descúbrelas. Acércate,
pregunta, infórmate. Decía Juan Pablo II aquel mencionado 29 de
noviembre de 1978: «El hombre tiene el derecho, e incluso el deber, de
preguntar para saber. Hay asimismo quienes dudan y parecen ajenos a la
verdad que encierra la Navidad, aunque participen de su alegría.
Precisamente para esto disponemos del tiempo de Adviento, para que
podamos penetrar en esta verdad esencial del cristianismo cada año de
nuevo». Si Dios quiere y nos da tiempo, algo podremos hacer desde aquí.
De momento preguntemos directamente a la que ya es Madre de Dios,
cómo fue su alegría el día de la Anunciación, al comienzo de «su»
Adviento. Enseguida se ve que no tiene palabras para decirlo, ha de
emplear sus ojos, su mirada, su sonrisa, sus manos, ahora juntas en
actitud orante, enseguida abiertas con los abrazos abiertos para abrazar
la entera creación y al Creador…; su gesto, su respiración, toda Ella….
Tendría que saltar y bailar para decírnoslo adecuadamente. Pero quizá
no hiciera nada de esto. Algún día lo sabremos.
«Llena de gracia»
¿También en esto coincidimos con Nuestra Madre? Pues, sí, en cierta
en medida, sí. Nosotros con medida, Ella sin medida. La Virgen es llena
de gracia desde el momento de su concepción. Nosotros necesitamos del
Bautismo enseguida de nacer, para borrar el pecado de origen y restaurar
la original imagen de Dios que es cada criatura humana. En ese
sacramento, con el agua se derrama en el alma el Espíritu Santo, nos
limpia, nos purifica, nos llena de su vida y de su amor; nos convierte
en templos suyos y de la Trinidad, somos ya miembros del Cuerpo Místico
de Cristo. Nuestra medida es ciertamente menor que la de la Madre de
Dios, concebida sin mancha de pecado original, dotada de todas las
perfecciones humanas a disposición de su Creador y con toda la gracia
divina que cabía en su inmensa capacidad de recibir con perfecta
humildad. Llena de gracia desde el momento de su Concepción Inmaculada.
Nos aventaja pues en modo prácticamente infinito. Pero la gracia que los
bautizados hemos recibido en el sacramento del bautismo es una medida
también «llena». Y en cada momento de nuestra vida recibimos toda la
gracia que somos capaces de recibir. Esa capacidad nos la da Dios, pero
también depende de nosotros: depende de nuestra humildad. Es humilde la
persona que «anda en verdad». Humildad es la verdad. La verdad es que
«Dios es Dios» y «el hombre es criatura». Somos receptores. Dios es pura
generosidad. Y no da lo queremos: «Pedid y se os dará». La palabra de
Dios no puede fallar. Dios es la verdad y la fidelidad.
Si no tenemos más gracia, más vida interior, más participación en la
vida divina, más intimidad con Dios, es por falta de apertura a la
gracia, por falta de deseos. Toda la vida cristiana, dice Agustín,
«consiste en un santo deseo» (sanctum desiderium est). El deseo
ha de ser santo, fuerte, vehemente, audaz, persistente, tenaz; la
petición, confiada, llena de fe, hasta conseguir lo que pedimos. Cuanto
más pedimos, más deseamos, más aumenta la capacidad de recibir. Quizá
pedimos poco, porque deseamos poco y recibimos poco. «Al que tiene se le
dará y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado». Parece una
gran injusticia que al que tiene poco se le quite aún lo poco que tiene.
Pero Dios no es injusto y nos está diciendo que nadie tiene derecho a
decir que tiene poco, o a quedarse con poco. Todos estamos en
condiciones de recibir mucho, pero hemos de querer recibir mucho; no un
día ni dos, sino todos los días, hasta que recibamos el ciento por uno y
la vida eterna. Palabra de Dios que la recibiremos.
Si acaso hemos perdido por el pecado la gracia santificante que nos
abre y une a la intimidad divina, es menester ir corriendo a la
confesión sacramental. De lo contrario permaneceríamos en la absurda
situación de la criatura de espaldas al creador, del río desconectado de
su fuente, de la vida separada del vivir. No coincidiríamos con la
Llena de Gracia. Pero aún así, Ella estaría muy cerca, esperando ansiosa
el momento de podernos asirnos de la mano y conducirnos al sacramento
de la penitencia. Entonces: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo…». Recobramos la gracia bautismal. Recobramos
la filiación divina «viva», la vida «en Dios», Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Coincidimos con María, no sin su asistencia. «Ipsa duce», Ella
misma nos ha llevado de la mano y ahora nos mantiene bajo su manto.
Volvemos a estar «llenos de gracia», en la medida de nuestra capacidad
de recibir.
Ahora es cosa de comprender que la «gracia santificante» es vida. Y
la vida no puede estarse quieta, no puede parar ni sosegar hasta hallar
su plenitud posible. Si está llena nuestra capacidad de recibir, esa
capacidad nuestra no es la mayor posible. Se precisa ensanchar el
corazón, amar más, pedir más, ambicionar más, porque necesitamos más,
porque el Amor de Dios es infinito, nos ama infinitamente y quiere
darnos infinitamente más. Nos ha creado con una naturaleza finita pero
abierta por el entendimiento y la voluntad al Infinito Absoluto. No hay
otro descanso para el ser racional que la posesión del don infinito que
Dios nos tiene preparado, para el que nos ha creado y al que nos llama.
Cada día, a cada hora, a cada rato, en todo momento, la gracia –el
Amor de Dios- nos busca, nos requiere, nos hace señas para que
advirtamos su cercanía, su voluntad de donación.
Destinada a crecer, a semejanza de Jesús –y por tanto, de María- que
creció en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres.
Se columbra una Luz a lo lejos. Se adivina cercano el cielo de Belén,
los pastores, los Ángeles, la estrella, los Magos… Allá haremos un alto
en el camino, pausado y sabroso, para adorar mucho y besar al Niño
Dios. Luego, le seguiremos – con María y José – a dondequiera que vaya.