 | Asunto: | [diosexiste] ¿Dios castiga? 10 | Fecha: | 6 de Diciembre, 2021 01:19:26 (+0100) | Autor: | Alfa Romeo <yj_adonai @.....es>
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¿Dios castiga?
José Miguel Arráiz
APENDICE
La Justicia de Dios
Fuente: Extracto de Michael Schmaus, Teología Dogmática, La Trinidad de Dios,
Ediciones Rialp, Madrid 1960, § 95
(Revisión Teológica del M. I. Sr. D. JOSÉ M.» CABALLERO CUESTA Canónigo
Lectoral de Burgos)
1. El amor de Dios a sí mismo es el sí digno de Él a su infinita
perfección; el amor a las criaturas el sí a las cosas extradivinas y que se
realiza de modo íntimo, poderoso' y creador. El amor de Dios a sí
mismo es la autoafirmación de Dios y corresponde a la absoluta
perfección y dignidad divinas; el amor a las criaturas es un acto
mediante el cual Dios comunica libremente la bondad divina a lo
extradivino. Como ya se dijo en otro lugar, el amor divino es un acto
simple de fuerza e intimidad infinitas, pero se manifiesta en diferentes
efectos, constituyendo de este modo el fundamento del ser, y, por lo
tanto, también el fundamento de las diferentes perfecciones de las
criaturas. De ello se deduce que es un amor objetivo, adecuado al ser,
es decir, que se realiza de una manera justa.
2. Es una verdad de la Revelación que Dios es infinitamente justo.
Cuando afirmamos que Dios es justo queremos decir que conoce y
valora debidamente su propio ser absoluto. Es preciso tener en cuenta
que Dios no descubre en un momento dado su valor, como si entonces
lo elevara al plano de la conciencia, lo percibiera y valorara
debidamente. Antes bien, su perfección y la debida valoración de ésta
son una sola e idéntica realidad: el yo personal divino. Dios existe bajo
la forma de justicia, en tanto que existe bajo la forma de valor personal,
absoluto, afirmándose a sí mismo con fuerza e intensidad irrevocables.
No existe ni norma ni ley alguna que sirvan a Dios para juzgarse a sí
mismo. Él es su propia ley y norma. Existe bajo la forma de ley
personal.
3. En la esfera de lo extradivino Dios se manifiesta bajo la forma de
justicia creadora, legisladora y remuneradora.
a) Como justicia creadora se manifiesta en tanto que Dios revela de
manera finita y diversa su valor absoluto, mediante la creación de cosas
extradivinas. La justicia de Dios exige que Dios se manifieste a sí
mismo en las criaturas y que manifieste su valor absoluto, de modo que
no exista nada que no sea una manifestación de este valor absoluto. No se opone
a la justicia de Dios el hecho de que comunique a las cosas
grados superiores o inferiores1 de existencia. En efecto, Dios determina
con absoluta libertad y soberanía el grado del ser de cada una de las
criaturas. Si todas las cosas han sido creadas por Dios, al mantenerlas
en la existencia, aprecia y valora a cada una de las cosas con una
estricta justicia objetiva.
b) Al mismo tiempo introduce en las cosas fuerzas e inclinaciones por
medio de las cuales pueden desarrollarse de tal modo que su esencia
innata adquiera la forma plena y total deseada por Dios. A las criaturas
racionales las ha impuesto leyes que son caminos a través de los cuales
pueden llegar hasta el estado de consumación deseado por Dios. Estas
leyes no imponen a las criaturas provistas de razón deberes ajenos a la
esencia; antes bien, son prescripciones cuyo cumplimiento nos conduce
hasta la meta natural o sobrenatural a que Dios nos ha destinado al
crearnos y redimirnos; es decir, conducen a la realización final de la
esencia humana, o, lo que es igual, a la autorrealización del hombre
determinada y operada por Dios sin menoscabo de la libertad humana.
El que se somete obediente a ellas, se comporta de un modo adecuado a
su esencia; el que las rechaza, se comporta de un modo opuesto a su
esencia. Resulta, pues, que los preceptos de Dios son revelaciones de su
amor, de aquel amor que llama al hombre para conducirle a la plenitud
de la vida y de la existencia. Así se comprende que el Antiguo
Testamento, especialmente los Salmos, alaben con alegría la ley divina.
Las leyes impuestas por Dios, Señor de la Creación, para erigir y
conservar su soberanía, no son limitación y opresión de la vida humana,
antes por el contrario, libran a ésta de la estrechez y de la opresión. Si
al hombre le parece que no es así, la razón de ello hay que buscarla en
la autocracia y orgullo humanos y en la consecuente ceguera, que le
impide conocer su verdadera vida y existencia, así como la modestia
que éstas comportan.
c) La justicia retribuidora es una actitud mediante la cual Dios premia
lo bueno y castiga la maldad (iustitia remunerativa et vindicativa).
Debido a su perfección autoafirmativa y autoposesiva, Dios ha
determinado que sea premiado el valor moral y que sea castigado el
pecado. A Dios no se le puede atribuir la justicia conmutativa entendida
en sentido ordinario. En efecto, está justicia implica un deber jurídico
estricto de servicios recíprocos, mientras que Dios no tiene deber
alguno para con nadie (Rom. 11, 35; / Cor. 4, 7). Dios castiga la maldad
imponiendo no sólo penas destinadas a mejorar y escarmentar a los
malvados (Socinianos, Sttler, Hermes), sino también castigos
vindicativos (Sap. 11, 17; ler. 32, 18; Rom. 12, 19). Por medio del
castigo queda restablecido el orden que el pecado había alterado. Es
cierto, no obstante, que Dios podría perdonar sin imponer castigos (lo
contrario afirman San Anselmo, Tournely, Dieringer), aunque no sin
que preceda el arrepentimiento. (Véase la doctrina sobre los méritos,
Redención y Novísimos. En lo que concierne al concepto de «mérito»,
véase el tratado sobre la Gracia.)
4. En el Antiguo Testamento la justicia de Dios es descrita sobre todo
como justicia remunerativa y vindicativa. Véase: Ps. 1, 11 (10); 50
(49); 75 (74); 78 (77); 94 (93), 20-23; Nah. 9; Is. 15, 16; Soph. 1, 14-
18; ler. 32, 17-19. Es cierto que se dice de Dios que es juez severo,
pero no se le atribuyen nunca albedrío o capricho. La norma' de sus
juicios es su perfección, afirmada con decisión e incondicionalidad. En
el Nuevo Testamento véanse, entre otros pasajes, lo. 17, 25; Act. 17,
31; Rom. 2, 2; / Cor. 4, 5; // Cor. 5, 10; // Tiro. 4, 8.
Si en el Antiguo Testamento se acentúa más la rígida severidad de Dios
que el amor divino, la razón de ello hay que buscarla en una especial
pedagogía divina de la salvación. Esto no quiere decir que Dios se ha
ido haciendo más benigno en el transcurso del tiempo, de modo que en
Él el amor haya ido predominando poco a poco sobre la justicia.
Además, conviene observar que tampoco en el Antiguo Testamento
falta la revelación del amor. Esta revelación se verifica con tanta
claridad que los fieles la perciben con absoluta evidencia, de modo que
sus corazones rebosan de alegría. Cierto es, no obstante, que no llega a
alcanzar la claridad y fuerza que presenta la revelación del amor en el
Nuevo Testamento.
5. En Dios, el amor y la justicia no se hallan en un estado de oposición
y lucha. En las manifestaciones del amor, la justicia no queda debilitada
o relegada a segundo plano. El amor y la justicia se compenetran
totalmente (Salmo 25, 10). El amor y la justicia no son tampoco dos
actitudes paralelas e independientes, sino una sola e idéntica realidad.
La justicia de Dios se revela en tanto que nos hace participar en su
gloria y perfección, de un modo correspondiente a su bondad; es decir,
por vía de amor. El amor se manifiesta valorando y tratando a las
criaturas según la medida de su participación en la bondad divina,
manifestándose bajo la forma de justicia. En la esfera extradivina el
amor y la justicia aparecen a menudo separados porque no nos
poseemos con fuerza suficiente como para comunicarnos debidamente,
y porque no somos capaces de apreciar debidamente el valor de una
cosa o persona tan acertadamente como para que podamos entregarles
nuestro amor del modo debido.
Dios abarca a todas las criaturas con amor infinito' y justo con fuerza e
intimidad infinitas, con justicia amorosa. Dios ama a todo lo que existe,
obrando justamente y amando a todo lo que existe Dios obra con
justicia. El amor se manifiesta guardando el respeto debido al hombre
libre. Dios no le obliga a aceptar su amor. No despoja al hombre de su
voluntad libre, con la cual puede huir del amor de Dios. Esta huida, es
decir, la rebelión contra Dios, implica consecuencias fatales para el
individuo, la comunidad y el mundo entero. El pecador se destruye a sí
mismo y destruye el mundo. Dios deja al pecador en el estado de
perdición que irrumpe sobre él, hace que experimente la absurdidad del
pecado y de la rebelión contra el amor. De este modo adopta una
actitud justa frente al pecador. El amor y la justicia de Dios van, pues,
parejos. El amor es premio para quien lo acepta libremente; se
convierte en justicia condenatoria para quien le cierra las puertas de su
alma. El amor es la forma de la justicia, y la justicia es la forma del
amor.
Con toda claridad aparece la unión del amor y de la justicia en la
muerte de Cristo en la Cruz. (Véase el tratado sobre la Redención.)
La existencia del infierno no contradice la afirmación de que en Dios el
amor y la justicia sean formalmente idénticos. Esta forma vital se funda
también en un amor que es al mismo tiempo justicia. Dios no violenta
la voluntad humana, no considera al hombre como si fuera una
máquina, sino que lo trata como a un ser responsable de sus acciones;
tiene del hombre un concepto elevado, y por todo esto no impone la
vida de amor y de adoración al que la rechaza por egoísmo y
autocráticamente. En tanto que el hombre se aparta de Dios,
rechazando el Valor personal absoluto se rebela contra las
comunicaciones del amor divino. Si el amor se impusiese contra la
voluntad del hombre, obligando a éste a una vida de amor y de
adoración, produciría en el hombre empedernido por el egoísmo
tormentos inimaginables. Dios concede al hombre lo que éste desea:
una vida de absoluta autonomía. Es, pues, justo que experimente la
lejanía de Dios bajo la forma de desgarramiento desesperado y de triste
soledad. No obstante, el condenado no se arrepiente, no puede
arrepentirse. Prefiere, pues, la vida de rebelión a la vida de adoración, y
soporta las consecuencias de ello. Si para obtener la plenitud de la vida
tiene que someterse a Dios, prefiere renunciar a esa plenitud.
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