El problema creo se presenta en los siguientes términos: por el mero hecho de
ser seres humanos, ¿somos hijos de Dios, sí o no? Que somos criaturas de Dios,
eso me parece indiscutible: “Creó Dios a los hombres a su imagen, a imagen de
Dios los creó, varón y hembra los creó” (Gén 1,27). Pero ¿nos creó a todos
hijos suyos?
Es indudable que la contestación a esta pregunta no puede ser lo que a mí me
parezca, sino lo que la Revelación de Dios y el Magisterio de la Iglesia nos
digan. En la Sagrada Escritura encontramos un texto muy directo sobre el tema:
“Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les
dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,11-12). Creo
que queda claro que el ser hijo de Dios no es algo automático para el ser humano,
pues quien no quiere recibir a Cristo, no es hijo de Dios, mientras por el
contrario: “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor,
sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos:
‘¡Abba, Padre!’. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos
hijos de Dios” (Rom 8,14-16).
Ahora bien, ¿cómo orienta este asunto el Ritual del sacramento del Bautismo? En
sus Orientaciones doctrinales y pastorales leemos: “Por los sacramentos de
la iniciación cristiana, los hombres, ‘libres del poder de las tinieblas,
muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de los hijos de
adopción y celebran con todo el pueblo de Dios el memorial de la muerte y
resurrección del Señor’ (Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad
misionera de la Iglesia nº 14)” (nº 1).
“En efecto, incorporados a Cristo por el Bautismo, constituyen el pueblo de
Dios, reciben el perdón de todos sus pecados y pasan de la condición humana en
que nacen como hijos del primer Adán al estado de hijos adoptivos (cf. Rom 8,15;
Gal 4,5), convertidos en nueva criatura por el agua y el Espíritu Santo. Por eso
se llaman y son hijos de Dios” (cf 1 Jn 3,1) (nº 2).
“El Bautismo, baño del agua en la palabra de vida (cf. Ef 5,26), hace a los
hombres partícipes de la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1,4) e hijos de Dios (cf.
Rom 8,15; Gal 4,5). En efecto, el Bautismo, como lo proclaman las oraciones de
bendición del agua, es un ‘baño de regeneración’ (cf. Tit 3,5) por el que nacen
hijos de Dios” (nº 5).
Lo que Cristo quiere hacer de nosotros es hacer del hombre pecador un hijo de
Dios. Con la filiación divina se realiza nuestra divinización, que es
consecuencia del amor divino, y la dignidad humana alcanza su máximo grado. La
filiación divina consiste sobre todo en participar del amor existente entre las
Personas divinas y supone en el hombre capaz de actividad, no tan solo un mero
don, sino un actuar. El cristiano está seguro del cariño y de la fidelidad de
Dios para con nosotros, a pesar de nuestras debilidades e incongruencias, y vive
con una esperanza indestructible a la espera del triunfo final de Dios, incluso
si muere como el grano de trigo sin frutos aparentes. Por ello la conducta
cristiana será servir a Dios porque le queremos y deseamos responder con nuestro
cariño a Aquel que tanto nos ha dado con anterioridad. Pero Dios nos ha creado
como seres libres y si tomamos el camino equivocado de rechazarle, Él respeta
nuestra libertad.
La gracia que nos da el Espíritu Santo hace, si no la resistimos, que obre en
nosotros el Espíritu produciendo como frutos "amor, alegría, paz, tolerancia,
amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, dominio de sí"(Gal 5,22-23), paciencia,
modestia y castidad. Por ello el hombre debe vivir para Dios y de modo especial
el hombre cristiano.
Es evidente que es el Bautismo el que nos hace a nosotros hijos de Dios.
Pero podemos preguntarnos si hay otros caminos, por ejemplo ¿qué pasa con los
niños que mueren sin bautizar? Lo que sí está claro que hoy somos bastante más
optimistas sobre la suerte de esos niños que hace sesenta o setenta años.