Moisés cumple su misión ante todo con la oración y el ayuno
Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de
Moisés, precisamente como hombre de oración.
Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su
función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el
pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia
la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir
en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga
permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando.
Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el
corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su
hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el
pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores
(cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el
campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían
estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando
cuando su misión
se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla
con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24,
9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).
También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el
becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de
intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del
Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En
la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en
particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del
Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras
Moisés, en el monte, esperaba el don
de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta
noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor
simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con
el ayuno
se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El
hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene;
por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un
significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8,
3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como
fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón
del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente
de la vida, es la vida misma.
La tentación de eludir el misterio del Dios invisible
Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del
monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a
la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un
dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de
Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con
un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha
desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del
Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un
dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre.
Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio
divino
construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios
esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra
toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como
afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de
un toro que come hierba» (Sal 106, 20).
Qué es la ira de Dios
Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte,
revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas
palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y
de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham
a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo
que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento
(cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En
realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice
precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga,
revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso
de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los
que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión
quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios,
que implica misericordia,
pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de
modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios
lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace
operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la
misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace
presente a través de él donde hay necesidad de salvación.
La fidelidad de Dios vence el pecado
La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia
del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención
que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue
recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la
salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué
entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala
intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos
de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación
comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su
pueblo, eso podría interpretarse como el signo
de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación.
Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante
de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del
pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior
de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el
Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría
parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés
hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como
mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace
intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su
pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor,
por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el
pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado,
pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera
realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor
a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables.
Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la
oración se sobreponen en un único deseo de bien.
Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus
promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes
juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las
estrellas del cielo,
y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia
para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la
historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y
su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la
iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la
libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés
pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de
salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas
para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo
ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre,
totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que
permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de
volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de
fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el
pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El
intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso
únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la
perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor.
Moisés intercede por el pueblo
La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo»,
ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio
está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino
todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro
de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para
Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del
libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo
de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el
conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor
que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del
monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se
ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una
prefiguración de Cristo,
que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo
como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que
con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san
Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a
nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad,
sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así
toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios,
es perdón, pero perdón que transforma y renueva.
Cristo, nuestro mediador ante el Padre
Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios
y pide por mí.
Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es
contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha
identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma
humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un
cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no
ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo,
trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace
consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita
a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo
de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta
identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es
renovación, es transformación.
Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los
cristianos de Roma:
«¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica.
¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y
está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién
nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles,
ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor
de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).
Catequesis del Papa Benedicto XVI del 1 de junio de 2011
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Ex 32, 7 – 14
7. Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: «¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el
que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado.
8. Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito.
Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han
ofrecido sacrificios y han dicho: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha
sacado de la tierra de Egipto.»»
9. Y dijo Yahveh a Moisés: «Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura
cerviz.
10. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en
cambio, haré un gran pueblo.»
11. Pero Moisés trató de aplacar a Yahveh su Dios, diciendo: «¿Por
qué, oh Yahveh, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú
sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte?
12. ¿Van a poder decir los egipcios: Por malicia los ha sacado, para
matarlos en las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra?
Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu
pueblo.
13. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los
cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las
estrellas del cielo; toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a
vuestros descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre.»
14. Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo.