| Asunto: | [redluzargentina] El lenguaje universal del Tambor | Fecha: | Lunes, 7 de Agosto, 2006 16:40:09 (-0300) | Autor: | Alicia Y Amira Contursi y Manzur <alicia.amira @.....com>
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*Gracias, Dana Tir*
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*EL LENGUAJE UNIVERSAL DEL TAMBOR*
Ahora que en Hellín se escuchan los redobles de tambor, es el momento de
apreciar que en estos tiempos en que se reivindican todo tipo de lenguajes
de expresión oral, corporal, simbólicos o virtuales, para unir las
conciencias de todo el planeta, este instrumento tan antiguo en su esencia
como es la humanidad nos sugiere el sonido sobrecogedor que ya escucharon
nuestros ancestros, que estremece la memoria pura y el recuerdo, que nos
conecta con las raíces de la especie humana en la oscura noche de los
tiempos pasados.
Tamboreada en Hellín
No puede ser más maravilloso redoblar en Hellín, en estas tierras
manch
egas
donde la historia cobra forma a través de gestas quijotescas, en cruces
d
e
caminos y legado de piedras vetustas que nos han dejado una inmensa
herenci
a
arqueológica. Es ésta una ciudad en la que cualquier persona que nos
vi
site,
llegando del más remoto lugar de la faz del planeta, no tendrá el
más
mínimo
problema a la hora de sentir el retumbar de la propia tierra a través de
un
parche. Es el lenguaje sin palabras que une a los hombres en la magia del
espectáculo sonoro, catarsis pura de lo que nunca se termina de
comprende
r,
pero que se manifiesta en júbilo, en arte del movimiento de las manos, en
pura emoción que alcanza desde el niño al anciano, en relevo
generacion
al
que concede alas al vuelo de los más pequeños, herederos y custodios
de
una
de las tradiciones más sentidas de nuestro extenso mundo. Impresiona
descubrir una similar mirada a la hora de tocar un tambor en cualquier
luga
r
del planeta. Hace unos días tan sólo, ascendía con supremo esfuerzo
p
or una
montaña de la isla de Amantaní, que se eleva a las orillas del lago
Titicaca, en Perú, ya a punto de cruzar a Bolivia. Contemplaba el azul
mítico de uno de los lugares más hermosos y enigmáticos que he visto
en mi
vida, helado de puro frío, preparándome para pasar bajo el arco de
pied
ra
que me conducía hasta el templo dedicado a Pachatata, lugar sagrado donde
los haya en el altiplano. Tocaba yo un tambor de la danza del sol, al mismo
ritmo que el del chamán totonaco de tradición olmeca, Ikxiocelotl. Me
l
o
había regalado él pocos meses antes en la tierra de los mayas, en el
Ma
yab,
estado de Yucatán, México. En lo más alto mi mirada se cruzó con
la
de un
niño nativo kolla, que tocaba un rústico tambor sin que en él
hiciera
mella
el frío y la falta de oxígeno.
Siendo de tan distintas culturas me sentía uno con el mexicano "Garra de
Jaguar" y con aquel niño peruano, al que le vi la misma mirada de duende
juguetón de mis hijos cuando tocan el tambor, de cualquiera de los
niño
s
hellineros que en estos días unirán sus redobles a los de tantas
cultur
as,
sin que unos sepan de los otros, pero entrelazando al planeta en ese sonido
que una india purépecha me decía que era el latido del corazón, el
la
tido de
la Madre Tierra.
En aquella elevada cumbre, casi a punto de hacerse de noche, recordé el
misterio de los Andes y del imperio inca, que sólo era un mojón en el
c
amino
de culturas mucho más antiguas. El tambor había estado con ellos y era
el
tunkul de la leyenda de la pirámide de Uxmal, donde también se
escuch
ó mi
redoble. Y era el parche saharaui sonando en aquella vivienda de adobe, en
territorio argelino, cuando un land róver de Híjar, Teruel (un pueblo
tamborilero, hermano de Hellín), me llevó a vivir la magia de un
tambor
en
las arenas del desierto.
El destino y la geografía del planeta provocan estos guiños, estos
raro
s
sucesos que como el lenguaje del tambor, nos hablan de una conexión con
l
o
invisible. Hace "cuatro días" pensaba en todo esto en La Paz, Bolivia,
escuchando de nuevo el redoble que acompañaba al salto de un danzante que
imitaba la ferocidad de un puma, felino sagrado dentro de la tríada de
animales mágicos, completada con el cóndor y la serpiente.
Volví a pensar que por más que cambiara el fulgor de los abalorios, la
túnica, piel o manto con el que nos vistamos, más allá de la lengua
o
de la
religión que hagamos nuestra, el redoble transforma nuestra personalidad
en
igual medida, nos eleva hacia el reino mítico de nuestros sentimientos,
n
os
traslada a dimensiones insospechadas, nos reencuentra con nuestros
antepasados y nuestros recuerdos más añorados, nos funde en la
nostalgi
a de
la tierra que nos ha visto nacer.
Toqué con un mexica de aspecto fiero pero de mirada noble, que hacía
so
nar
el huehuetl en lo más espeso de la selva en Centroamérica, y también
con
concheros junto a una piedra que según los mayas alcanza el centro de la
Tierra, y sin embargo, en todas esas ocasiones sentí la magia del Rabal
hellinero en la noche de Jueves Santo. Y cuando en un local de la boliviana
calle Sagarnaga escuché cómo sonaba un parche, en la misma zona donde
u
n par
de semanas antes había tenido lugar una cruel matanza, fueron mis manos
l
as
que en una mesa rodeada de máscaras de la Diablada de Carnaval hicieron
sonar, con el júbilo de un hellinero, el racataplán hasta estremecer
lo
s
vasos y los platos de un extremo a otro.
Esta magia no se olvida y nos conecta con las culturas nativas, con los
pueblos tamborileros de España, con el golpe ancestral en el tronco o en
la
roca. Estaba una vez contemplando una danza bajo un sol de justicia, cerca
de la pirámide mexicana de Uxmal, cuando un racataplán como tantos que
he
tocado en mi vida me hizo volver la cabeza. No encontré tocando a un
tamborilero hellinero con túnica negra y pañuelo rojo, sino a un joven
de
oscura piel con penacho de plumas a la cabeza y atuendo que me remontaba a
muchos siglos atrás.
Desconcertado, me sonreí por dentro: ¿dónde estaban las distancias y
las
fronteras, dónde las diferencias, si por más razas que dieran color a
l
a
Tierra sólo habría una especie humana? Viajar tanto en los últimos
a
ños me
ha permitido descubrir la grandeza del tambor. Lo he escuchado en el
desierto y en la selva más espesa, en las llanuras sin horizonte de
monta
ñas
y en las montañas donde jamás vieron una llanura. Y en todas partes el
tambor me estremeció como si fuera el mío, hizo que latiera mi
corazó
n y me
recordara que todo él era verdaderamente la Madre Tierra, en todos los
confines de su extensa geografía.
Con ese sentimiento de unión total con todos los seres de la Tierra, con
todos los tamborileros de los tiempos habidos y por haber, mi esencia de
tamborilero hellinero se afianza, después de comprobar, como siempre lo
sentí desde que era niño, que el lenguaje del tambor es universal y
trasciende y sublima todas las fronteras.
Si en todas las épocas el tambor ha servido para ahuyentar a los malos
espíritus, para disolver los fatídicos augurios, para llevar la
prosper
idad
a los pueblos de los que de una u otra forma procedemos, quiera el cielo y
nuestro recuerdo que nos siga uniendo en la más sana de las
fraternidades
,
pues en el sonido de la naturaleza está la armonía, como en el canto
de
los
pájaros o en el murmullo de nuestras aguas.
Una vez más, como siempre ha sido y será, nuestro parche sonará con
e
l
lenguaje arquetípico y mítico de los tiempos pasados, pero también
co
n el de
los tiempos futuros que se avecinan, que habremos de cifrar, entre
palillaz
o
y palillazo, como los mejores que hemos de vivir en nuestra existencia.
Pues si la magia está en el corazón del tambor, en su invisible
cámar
a de
sonido, el duende que lo hace sonar está en nuestras propias manos.
Sea pues el hechizo certero, el sortilegio para los tiempos venideros, que
no hay mejor receta para ser felices que una mente despejada y un corazón
sano para desear el más grande porvenir al planeta Tierra y a todos los
seres que en perfecta unión han de sentirse enlazados, desde la
diferenci
a,
por lo que verdaderamente nos une.
José Antonio Iniesta
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