EXISTEN PIRÁMIDES
EN ARGENTINA
escribe GUSTAVO FERNÁNDEZ
Las ásperas sogas ya mordían las carnes de
mis muñecas y tobillos cuando traté de apoyar mejor mi espalda sobre la
húmeda y extrañamente rojiza piedra. Acalambrado, sudoroso y con miedo, luché
inútilmente una vez más, tratando de escapar de los nudos que me mantenían
maniatado, antes de que el sol del amanecer asomara por entre los picos gemelos
del oeste.
Sentía, más que escuchaba, la opresiva
presencia de la multitud, expectante y festiva, aglomerada al pie de la
escalinata de piedra y veinte metros por debajo del altar. El sol apareció
entonces, y un rugido del pueblo recibió su presencia. Con la sangre golpeándome
las sienes, tironeé una y otra vez mis ataduras mientras la sombra del sacerdote
sacrificador, con el "tumi" –el cuchillo ceremonial de hoja filosa,
semicircular– levantado en la diestra, ya caía sobre mi pecho. Sus ojos,
febriles de "cebil", la sagrada planta alucinógena, buscaban mi corazón
para propiciar a Pachamama, la diosa de la fertilidad. Y con la velocidad del
rayo descargó el golpe sobre mi cuerpo, mientras mi terror se fundía con el
último grito.
Fue el grito –creo que no otra cosa– lo
que me despertó, sentado en la bolsa de dormir y la frente y las manos perladas
de sudor. Temblando, humedecí mi boca con un sorbo de agua de la caramañola y me
incliné para abrir la entrada de la carpa. Afuera, la luna brillaba fantasmal
sobre el ruinoso y desierto centro ceremonial indígena, en ese pequeño valle
perdido entre montañas al noroeste de la provincia argentina de Catamarca, donde
había acampado. El sueño –gracias a Dios, sólo se trataba de eso– había sido
necesaria consecuencia de las sorpresas de las últimas horas: descubrir que en
nuestro país, pirámides, prácticas de hechicería con drogas y sacrificios
humanos, acompañados de canibalismo ritual, también eran parte de nuestra
historia.
¿Hubo una "civilización de las pirámides" sobre el
planeta?
Cuando uno habla de pirámides,
inexcusablemente se piensa en Egipto o en México que son, cuanto menos
turísticamente, las conocidas por el común de la gente. Pero a poco de andar en
estos temas, uno encuentra con sorpresa que pirámides –ciertamente, de distintas
alturas y complejidades– las hubo sobre toda la faz del planeta: China, Perú,
Tailandia, Islas Canarias, Mongolia, Zimbabwe... Incluso, se afirma que al norte
del Brasil, en las espesuras vírgenes del Matto Grosso, observadores aéreos han
divisado en medio de la selva tres gigantescas construcciones de este
tipo.
El tema de las pirámides es en sí una caja
de sorpresas. En contra de lo que popularmente se cree, por ejemplo, la pirámide
más gigantesca no es egipcia –la de Keops– sino mexicana –la de Cholula–.
Mientras que la primera tiene una altura de ciento cincuenta metros y doscientos
metros de lado, su adláter americana tiene... doscientos cincuenta metros de
altura y cuatrocientos cincuenta de lado. Monstruosa edificación que permitiría,
prácticamente, colocar cuatro "Keops" en su interior, con el agravante de estar
construída en una de las selvas más mortales del mundo.
El uso que les haya sido dado también es
motivo de especulaciones. Una cosa es cierta: por lo general no fueron tumbas,
el cual es otro de los mitos creados en torno a ellas. La de Keops, volviendo al
caso, se llama así por –hipotéticamente y según la arqueología oficial– haber
sido levantada durante el reinado de ese faraón y no por la suposición, sin
mucho fundamento más allá del especulativo, de haber sido su tumba, la cual,
precisamente, ha sido descubierta doscientos kilómetros más al sur. Gran
biblioteca de piedra, observatorio astronómico o centro esotérico de iniciación,
practicamente todas las hipótesis pueden aplicársele.
Finalmente, está el misterio –en realidad,
una colección de ellos– de su ingeniería. Desde Herodoto –el así llamado
"padre de la Historia"– hacia aquí, incontables generaciones de
intelectuales se han devanado los sesos tratando de explicar cómo fueron hechas.
Y al día de hoy, la mayoría de esas "explicaciones" siguen siendo
improbables. El problema comienza cuando algún arqueólogo o historiador cree
"descubrir" –yo diría "inventar"– una técnica de construcción
piramidal, que parece muy simpática en el papel pero, dado que la mayoría de
esos especialistas ignoran por completo física, matemática, cálculo de
resistencia de materiales y un largo etcétera, sus respuestas no pasan nunca a
demostrarse en la práctica.
Aquí están, éstas son
Los que desde hace años nos venimos
dedicando al estudio de estos enigmas, tropezamos a veces con cosas curiosas; en
mi caso, por ejemplo, advertir que en medios periodísticos desde 1989 estaba
circulando la versión de que en el norte de nuestro país –más concretamente, en
las localidades catamarqueñas de Santa María y Andalgalá– habrían sido
descubiertas pirámides escalonadas, asociadas a centros de culto religiosos
diaguitas, calchaquíes e incas y, en contra de lo que pareciera dictar el
sentido común, ninguno de mis colegas se había tomado el trabajo de verificar la
información. Pero mucha más sorpresa me causó comprobar la desidia, indiferencia
o llámenle como quieran, de los mismos arqueólogos –o tal vez debería escribir
"algunos arqueólogos"– que, conocedores de su existencia, minimizan su
importancia o no incentivan a las autoridades responsables a explotar
adecuadamente tales riquezas culturales de nuestra tierra.
En parte, quizás tengan razón. El turista
es, casi por naturaleza, un depredador, y las visitas de contingentes con
camisas floreadas, sombrillas y cámaras fotográficas a tales lugares podría
acabar rápidamente con ellas (¿imaginan a cada visitante llevándose una piedrita
de recuerdo?) además de dañar ecológicamente el delicado equilibrio de esos
sistemas. Pero el turismo también genera ingresos que, sabiamente administrados
-aunque se pone bravo este asunto con la corruptela imperante- pueden aplicarse
a la preservación de esos lugares.
¿Sabían que en todo el NOA (Noroeste
Argentino) hay más de trescientos (sí, 300)
yacimientos arqueológicos?. ¿Sabían que en Catamarca existe una ciudadela entre
las montañas que nada tiene que envidiarle al Machu Pichu peruano, excepto
quizás la inteligente difusión dada a éste último?. ¿Aparece en nuestros libros
de Historia que toda esa región, desde principios de nuestra era hasta la
llegada –más que destructiva– de los conquistadores, fue el centro de una
avanzada cultura, social, técnica y religiosamente hablando, con caminos,
fortificaciones defensivas, plazas y mercados que reunían en las festividades a
trescientas mil personas, hospitales públicos, médicos, funcionarios
administrativos eficientes, granjas comunitarias, sistemas de riego gratuitos,
observatorios astronómicos, escuelas?.
Nuestros indígenas, ciertamente, no eran
"salvajes". Y aún sus costumbres, que hoy pueden parecernos
chocantes, tienen su explicación. El consumo de plantas
alucinógenas por ejemplo, no era un vicio social –como ocurre en nuestra
orgullosa civilización– sino una práctica reservada a unos pocos hombres y
mujeres preparados y en ocasiones especiales, para experimentar estados
alterados de consciencia, acceder así a "otra" realidad y transformarse en
portavoces de los dioses. El canibalismo no era simplemente la costumbre de
masticarse al vecino. Se trataba de prisioneros de guerra, consagrados y
tratados con sumo respeto durante un año –generalmente, caciques enemigos– a los
que una vez sacrificados les eran extraídos cerebro, corazón y testículos,
comidos éstos por los gobernantes. ¿La razón?. Más allá de la repugnancia que
podemos sentir, seríamos injustos en no reconocer que se trataba de un verdadero
homenaje al enemigo, porque lo que se buscaba era incorporar las cualidades de
virilidad (testículos), coraje (corazón) e inteligencia (cerebro) del contrario.
Pregunta: ¿quién es más respetuoso con el enemigo; aquellos antepasados nuestros
que aún en la guerra reconocían así las virtudes del enemigo, o nosotros, en
nuestras "guerras civilizadas" en que dejamos pudriéndose los cadáveres de los
combatientes del otro bando y nos mofamos de ellos?.
Los grandes centros poblados de esas
culturas tenían, todos, sus propios lugares de culto. Constituían agrupaciones
de grandes piezas amuralladas (como las de Hualfín y Shincal) con habitaciones
para los sacerdotes, despensa para los peregrinos y dormitorios, "cuartos de
sudar" (una ocupación imprescindible como parte del proceso de purificación, y
similares a nuestros baños sauna) oratorios y, finalmente, los
"ñuñus": pirámides escalonadas, de dos, tres y hasta cuatro
niveles, construídas de tierra (similares, en ese sentido, a los
"mounds" estadounidenses que imitan figuras animales de gigantescas
proporciones) asentadas con lajas de piedra, de entre quince y veinte metros de
altura, en la cima de las cuales se impetraba a los dioses o se sacrificaban
prisioneros.
De una antigüedad de entre seiscientos y
ochocientos años, quedan restos de ellas en las dos localidades ya citadas. Digo
restos porque, a través del tiempo, fueron concienzudamente destruídas. Primero
por "vasijeros" o buscadores de tesoros reales o imaginarios que las
han venido excavando desde los tiempos de la conquista; luego por habitantes de
la zona, puesteros y arrieros en su mayoría, que han retirado las grandes
piedras que las cubrían para sus particulares necesidades dejándolas así
expuestas a la acción erosionante de los vientos (que hay que verlos soplar en
la región) y finalmente por algunos sacerdotes católicos celosos de su oficio
que aplicaron el criterio de que destruyendo los lugares de reunión religiosa de
los nativos, irían así destruyendo el corazón de sus propias creencias. Hoy en
día de estos "ñuñus" o pirámides sólo sobreviven, en parte, los niveles
inferiores. empero, la magnificencia de la superficie cubierta, la soledad y lo
desértico del paisaje, la altura (donde hasta respirar se hace trabajoso, y
cuánto más lo sería acarreando semejantes piedras) todo se conjuga para pasmar
de admiración al viajero, ante la perseverancia, el tesón y la inteligencia de
los aborígenes.

A modo de conclusión
¿Cuál es, más allá del antropológico, el
verdadero valor de haber constatado la existencia de pirámides en Argentina?.
Exactamente, romper con dos conceptos que parecen transpirar de los manuales
escolares: que antes de la colonia y la organización política de nuestro país,
estas tierras estaban sólo habitadas por indígenas primitivos, bárbaros y, si se
quiere, hasta aislados culturalmente del mundo. Personalmente creo que tal
concepto es uno más del imperialismo intelectual al que se ha visto
reiteradamente sometida nuestra identidad; si lo aceptamos, en consecuencia todo
lo que venga de afuera será mejor y si por "accidente" se pierde o destruye lo
autóctono, bueno, las pérdidas no serán de lamentar.
Los "ñuñus" y sus cultos asociados
demuestran otras cosas: quizás tardíamente sí, pero ya conocen aquello de
"más vale tarde...", nuestros pueblos precolombinos se integran a un
intercambio de conocimientos que muchos siglos antes había comenzado en Asia,
Africa, pasó luego a Mesoamérica (fíjense qué curioso; en el único lugar de
Europa donde hay restos de pirámides es en las islas Canarias, según algunos
investigadores vinculadas a América a través del desaparecido puente de la
Atlántida) y de ahí a Sudamérica llegando a nuestras latitudes. Conocimientos
que reflejaban en un tipo de construcción (las pirámides) toda una simbología
común; el acceder a otras dimensiones mediante el shamanismo de la droga, el
culto al tigre (el puma, asimilable al jaguar, en nuestras latitudes) y el
dragón (aquí, la serpiente) algo que existe desde China hasta la Argentina
primitiva, el conocimiento de que ciertos lugares geográficos en las montañas
tienen una "energía especial", una fuerza telúrica que los hace obvios
puntos de concentración ceremonial: en este sentido, nos comentaba en la ciudad
de San Fernando del Valle de Catamarca el arqueólogo Nicolás de la Fuente que
cerca de Ancasti él ha descubierto un centro religioso impresionante, con
farallones de piedra cubiertos de miles de pinturas rupestres religiosas.
A muchos kilómetros de distancia desde
donde estoy escribiendo estas líneas, y a mil metros de altura, en una pequeña
meseta perdida entre montañas no lejos de Santa María, un centro ceremonial con
su pirámide vuelve a dormir el sueño de milenios después de haber sido
perturbado por unos pocos aventureros (como, si se quiere, es mi caso) que se
atrevieron a llegar hasta allí bajo un sol achicharrante y sin una gota de agua
en decenas de kilómetros a la redonda. El descubrimiento que en 1989 anunciara
el historiador Rubén Quiroga, director del Museo Antropológico de Santa María,
vuelve a ser cubierto por el manto del olvido. Pirámides, la experiencia
psicodélica de la droga sagrada, desde el "peyote" mexicano hasta el
"cebil" local, remembranzas de noches iluminadas por antorchas donde en
la gran plaza un hombre con piel de jaguar y una mujer cubierta con los cueros
de muchas serpientes bailan una hermética danza de guerra mitológica cuyos
oscuros orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
¿Qué significan esas "escaleras al
cielo"?. ¿Qué quieren transmitirnos, aun hoy, los pocos sobrevivientes del
culto al tigre y la serpiente (y no puedo dejar de pensar en los brazos quemados
del "pequeño saltamontes" de la serie "Kung Fu")?. ¿Qué puertas
cósmicas habrían los alucinógenos ciertas noches del año en ciertos lugares de
la montaña?. No lo sé. Sólo puedo decir que luego de varios días de caminar
entre las ruinas y dormir solitario en el corazón de esos lugares, serán muchas
las otras noches en que, como un mensaje cifrado llegando a través de las brumas
del sueño, despertaré sintiendo la proximidad del "tumi" a mi pecho,
escuchando a la multitud, en comunión religiosa, murmurando plegarias muchos
metros por debajo, y esperando el minuto último del primer rayo del sol asomando
sobre el horizonte.