Guillermo Almeyra /I
La Jornada
Lo que está detrás del paro agrario argentino
Argentina
es un país altamente urbanizado, pero que depende esencialmente de la
exportación de materias primas rurales. De ahí la posibilidad, para
quienes controlan el mercado de carne, de soya y de cereales, de
amenazar con hambrear a las ciudades y paralizar las exportaciones,
chantajeando política y económicamente al gobierno nacional y anulando,
de hecho, por la fuerza, tanto la voluntad popular, expresada
deformadamente en los resultados electorales, como los planes y
políticas nacionales de las autoridades. El llamado paro rural –en
realidad, el lock-out de los empresarios del campo– es una
expresión cruda de la lucha por el poder entre dos fracciones
capitalistas, como lo indica el apoyo de las cámaras de industriales al
gobierno en su enfrentamiento con la oligarquía
ganadera-soyera-exportadora organizada en la Sociedad Rural (entidad
que promovió y respaldó todas las dictaduras en el país) y las otras
organizaciones del campo que, a pesar de sus diferencias hasta de clase
con ésta, la respaldan en este enfrentamiento con el gobierno.
Recapitulemos:
casi 80 por ciento de la tierra agrícola argentina está sembrado hoy
con soya, que en la última cosecha rindió más de 48 millones de
toneladas, que se cotizan hoy en 151 dólares la tonelada (en los dos
últimos días subió cuatro dólares) para la primera semana de abril.
Haga las cuentas y tenga en consideración que casi 60 por ciento de ese
mercado está en manos de los grandes soyeros (en realidad, de cuatro
trasnacionales, dos de ellas argentinas). La soya, que se paga mucho
más que otras commodities, "se come" por consiguiente la
producción de cereales para alimentos y el pan sube, por lo tanto; y
"se come" la ganadería, con lo cual escasea la carne, que sube de
precio. Además, el monopolio soyero fija altos precios para el aceite y
otros subproductos y ese monocultivo expulsa decenas de miles de
familias campesinas. Los expertos agregan que la soya destruirá los
suelos argentinos en 15 años. Pero ese promedio quiere decir que las
excelentes tierras pampeanas durarán más y en cambio los suelos
frágiles de las provincias marginales desaparecerán antes: la soyización equivale
en efecto a la desertificación, al desmonte, a la contaminación de las
aguas y de la tierra, a la desaparición de bacterias y especies
animales útiles, y la fumigación aérea envenena ya a los campesinos y
los pueblos cercanos, mientras los demás productos del campo sufren el
impacto de esta competencia.
La política del gobierno, por su
parte, consiste en estimular la industria y en sostener el empleo
(construcción, servicios, desarrollo industrial) sobre la base de bajos
salarios reales (para permitir grandes ganancias a los empresarios e
inversionistas) y de un dólar caro, para abaratar las exportaciones
argentinas, incluso industriales, y frenar las importaciones. Ojo: los
soyeros y otros grandes sectores rurales también invierten en la
construcción, en el boom inmobiliario y en la industria y
ganan enormemente gracias a la política monetaria que les permite
exportar. No se pueden quejar pero disputan el poder al sector que
privilegia a la industria y que debe subsidiar el consumo de alimento y
los servicios (sobre todo, el transporte) de los sectores más pobres
(casi todos urbanos) de la población nacional para mantener bajos los
salarios reales y que, por lo tanto, cobra impuestos a los más ricos
(la llamada "retención" de una parte de las ganancias logradas por los
soyeros es en realidad un impuesto). Dichos impuestos, en Europa,
llegan a 40 por ciento del producto interno bruto y en Argentina están
muy por debajo de esa cifra. Además, la tasa de ganancia europea, en
las finanzas, es 5 por ciento, y en la industria, 10 por ciento,
mientras que en Argentina la misma se quintuplica, de modo que quienes,
como el diario La Nación, hablan de "confiscación" o
"expropiación" son demagogos sin escrúpulos. El gobierno no sólo
respeta la propiedad capitalista sino que la defiende y mantiene al
aceptar sin crítica alguna el actual modelo y al no intentar siquiera
aplicarles a los exportadores un régimen similar al implantado en el
primer gobierno de Perón (1946-1952) mediante el Instituto Argentino
Promotor del Intercambio, que monopolizaba el comercio exterior de
productos agrarios y, con la diferencia entre los precios
internacionales y los internos, hacía escuelas, obras públicas,
promovía el desarrollo en las provincias y la industrialización.
El
gobierno acepta de buen grado que cuatro empresas trasnacionales se
queden hoy con ese enorme excedente y se limita a tratar de ponerles un
impuesto moderado sin intervenir en el campo, ni siquiera como los
hacían los gobiernos conservadores hace 70 años, creando juntas
reguladoras. Para él, el libre mercado es sagrado y el interlocutor no
son los trabajadores sino la Unión de Industriales, no son los
trigueros sino los grandes harineros, no son los campesinos sino las
organizaciones de la patronal rural, no son los consumidores sino los
supermercados. No hay pues conflicto entre clases opuestas sino un
conflicto intercapitalista en el que los rurales tienen en rehenes a
los pobladores urbanos al fabricar una gran carestía de alimentos y un
aumento de precios de los mismos para arrojar a los sectores urbanos
empobrecidos contra el gobierno. El hecho de que las cuatro
trasnacionales que controlan el mercado sojero y la Sociedad Rural
hayan podido arrastrar en su lock-out a los pequeños y
medianos empresarios agrarios (no así a los campesinos) y la
utilización política del conflicto por la derecha y por los medios,
debe ser analizado aparte.
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