| Asunto: | [redluzargentina] La muerte es el olvido de la palabra de mi Padre / ³El otro rostro de Jes us. Memoria de Esenio² Anne y Daniel Meurois Givaudan | Fecha: | Miercoles, 6 de Julio, 2005 07:11:22 (-0500) | Autor: | RedAccion <redanahuak @...............mx>
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La muerte es el olvido de la palabra de mi Padre (Maestro Jesús)
No esperéis pues de mí, Hermanos míos, verdades tajantes, ni dogmas, sino
u
n
canto que enlace la ola con el fuego... Lo que vosotros llamáis muerte ¡no
es más que un vuelo! ¿Sabéis de algún pájaro al que mi Padre prohíba
posars
e
sobre una rama?... Pero, a veces, a la rama le falta un poco de savia para
soportar el peso del pájaro, simplementeŠ
La penumbra era densa, apenas ahuyentada por el resplandor de las lámparas
de aceite que dejaban escapar finas volutas de humo negruzco. Éramos
numerosos, apiñados en una habitación subterránea que un discípulo del
Maestro había puesto a nuestra disposición. Se aproximaba el final de la
tarde y, tras haber respondido a una llamada de Andrés, sentados en el duro
suelo, estábamos esperando. Tuvimos que tomar mil precauciones para llegar
hasta allí, pues estaba claro que la asamblea debía ser rigurosamente
secreta. Puedo decir que todos ignorábamos la razón. Sabíamos, simplemente,
que el Maestro debía venir, y eso nos bastaba.
En la semioscuridad, nos cruzábamos las miradas, penetrábamos en las almas,
intercambiábamos sonrisas, pequeños signos apenas esbozados. Todos nos
conocíamos, aun sin habernos atrevido nunca a entablar conversación por las
callejuelas de Cafarnaúm o por los caminos de Palestina; sin embargo, había
entre nosotros como una íntima complicidad, y nos sentíamos bien...
Simón y yo estábamos arrimados a una pared un poco húmeda, hablando en voz
baja con un hombre de unos cincuenta años, sentado delante de nosotros.
-Mi nombre es Nicodemo -susurró-. Hace pocos meses que escucho la palabra
del Maestro, por eso me sorprendió que uno de sus discípulos me invitara
anteayer a esta reunión. No sé qué pasa..., las cosas y los seres no tienen
ya el mismo aspecto. Hasta hace sólo dos lunas yo aún me escondía a los
ojo
s
de los míos para ir a ver al Maestro y hoy, cuando me parece no temer ya
nada, me piden discreción absoluta...
Nos hablaba con una emoción profunda, buscando las palabras, hundiéndose
po
r
completo en nuestras miradas. Yo sentí en él al ser que ha buscado mucho y
que ha amado, sin duda, todavía más. Como el calor era sofocante, se quitó
el velo que cubría su cabeza dejando al descubierto una espesa cabellera
plateada con finos bucles. Pudimos distinguir mejor su rostro arrugado y
su
s
dos grandes ojos chispeantes. Aquella tarde había fuego en la mirada de
Nicodemo, verdadero fuego, de esos que se encuentran en los seres que han
visto algo auténtico.
-Yo estaba ayer con el Maestro -continuó, entornando ligeramente los
párpados como para volver un poco sobre sí mismo-. Había oído decir que
venía de la tierra de los gerasenos, en la otra orilla del lago. Como otros
muchos, esperé en la playa la llegada de su barca. En cuanto desembarcó,
hubo una barahúnda indescriptible y el tumulto me empujó alejándome del
Maestro. Gritaban de tal modo por todas partes que acabé temiendo una
intervención de los soldados. Por las exclamaciones de la muchedumbre,
comprendí que se habría producido algún prodigio. En cuanto al Maestro,
parecía a mil brazas de distancia. Miraba a través de nosotros, ¡se abría
camino con tanta facilidad que pensé que proyectaba una increíble energía a
su alrededor! Enseguida lo acaparó Jairo, el de la sinagoga, que lo llevó a
su casa. Yo conozco mucho a Jairo, por eso tuve la suerte de poder penetrar
tras ellos en su morada. El pobre hombre estuvo sollozando durante todo el
camino, estaba extenuado. Su hija acababa de morir. Cuando llegamos, había
ya alrededor del cuerpecito toda una comitiva de plañideras que hacían
much
o
ruido y golpeaban el suelo con los talones. Cuando el Maestro vio aquello,
les ordenó que se callaran y que salieran de la habitación.
»-Salid de esta casa -dijo con autoridad-, no hay como la desesperación
par
a
crear la muerte... Vuestros pensamientos de tristeza envenenan el aire de
esta sala. Os aseguro que existe un aire, cuya existencia no sospecháis,
qu
e
alimenta a las almas... Abrid de par en par esa ventana y alegrad vuestros
corazones... Jairo, tu hija sólo está dormida, como cada noche. ¿No ves que
me sonríe?
»-Lo que vosotros llamáis muerte ¡no es más que un vuelo! ¿Sabéis de algún
pájaro al que mi Padre prohíba posarse sobre una rama?... Pero, a veces, a
la rama le falta un poco de savia para soportar el peso del pájaro,
simplemente.
»Entonces vimos que se acercaba al cuerpecito, se arrodillaba a su lado y,
sin tocarlo, soplaba entre sus párpados pronunciando quedamente unas
palabras... Creo que nunca había visto a un ser resplandecer como
resplandecía el Maestro en aquellos momentos. Hasta entonces, mis ojos no
habían tenido la suerte de contemplar más que lo que tocaban mis manos; no
obstante, el Maestro parecía una llama blanca. Al principio pensé que había
invocado a alguna fuerza, pero ahora sé que era él quien la desprendía, era
él quien ofrecía un poco de sí mismo, o tal vez se ofrecía por completo.
Porque un ser como él no se fragmenta, ¿verdad? ¿No lo creéis así?
Y la mirada de Nicodemo, gris y azul como las aguas profundas del lago, se
clavó en la mía. No recuerdo haber respondido, era tan evidente la
respuesta...
No, el Maestro no se fragmentaba; lo teníamos totalmente en cada uno de
nosotros, promesa de un futuro que podíamos traer al presente, ¡a este
eterno presente que él nos enseñaba y que no sabíamos captar!
Con lágrimas en los ojos, Nicodemo fingió enjugarse la frente, después
continuó su relato:
-Entonces el Maestro dio unos pasos atrás y la hija de Jairo empezó a
parpadear rápidamente. Detrás de mí oí un clamor ahogado, y me sentí
empujado por una multitud que se atropellaba. Entretanto, el Maestro, dando
unos pasos de nuevo, tomó a la pequeña de la mano, como si quisiera sacarla
de un largo sueño. La niña se levantó. ¿Me oís? ¡Se levantó!
»En ese preciso momento me vi lanzado al centro de la habitación. Eran los
allegados de Jairo, que ya no podían contener su emoción y sólo querían
besar los pies del Maestro y de la pequeña, que se frotaba las mejillas.
»¡Siempre recordaré aquella escena! ¡La gran silueta de fuego blanco
sujetando la mano de la niña justo en el pequeño rayo de luz que salía de
él!
»Pero os digo que el Maestro no quiso dejarse besar los pies. Se apresuró a
salir con la niña, repitiendo con voz dulce que ¡sólo había muerte para los
ciegos del corazón!
»-La muerte es el olvido de la palabra de mi Padre- dijo, antes de pedir un
poco de pan-. Hay que darle de comer, así terminaréis de despertar su alma
sanguínea.
»Más tarde, cuando lo acompañaba, decidí preguntarle por qué no llevaba a
cabo tales actos con más frecuencia. Yo sabía que, en efecto, se lo habían
suplicado numerosas veces en circunstancias parecidas.»
»-La huida del alma fuera del cuerpo no es un castigo para el que la vive-
me respondió-. La hora de la muerte casi siempre ha sido fijada por el
propio difunto, en otro tiempo, en otros mundos. Sus razones y su fecha no
son más que la consecuencia de multitud de acciones pasadas, créeme. Llamar
a un alma de nuevo a la vida terrestre, Nicodemo, es entrometerse en el
destino de un ser, mucho más allá de lo que conocemos de su existencia.
Cuando un alma levanta el vuelo hacia su reino, no hace más que seguir
fielmente su camino para dar plena realización a su Designio. Tienes que
comprender bien esto. No hay injusticia alguna; al contrario, es la
aplicación de las leyes sutiles.
»-El corazón de esta niña, y el de otras que habrá, está en armonía con el
de mi Padre desde hace mucho tiempo. Traerla de nuevo a la vida no ha sido
interferir en el desarrollo de su evolución, sino poner en evidencia una
parcela de la omnipresencia del Sin Nombre.
»-Te digo que la propia hija de Jairo se ha colocado en mi camino para que
se cumpliera lo que debía cumplirse.
»-De modo que, Nicodemo, y todos vosotros que me escucháis, el que reanima
la vida de la carne debe estar seguro de que lo hace con razón, quiero
decir, sin transgredir las leyes que dirigen la evolución de ese ser.
Insuflar la vida es fácil, Hermanos míos; la dificultad estriba en saber
po
r
qué se insufla y si es justo hacerlo.
»-Si los hombres supieran dar un poco de amor, las respuestas a todo esto
surgirían por sí mismas de su boca..., pero sólo consiguen hacer brotar un
simulacro de amor revestido de segundas intenciones...
»-Os digo que vosotros sanaréis en mi nombre. Lo haréis con un único
impuls
o
del corazón, no por la gloria que os reporte ni para contemplar vuestro
poder, sino para rectificar el error, porque un cuerpo y un alma que sufren
siempre serán una ofensa a la naturaleza profunda de los mundos.
»-Mirad dentro de vosotros, el Perfecto nunca se equivoca. Él os indicará
l
a
vía que vuestra personalidad ilusoria se complace en disimular. No seáis ya
más lo que creéis ser, hermanos míos, porque, por hermoso que sea vuestro
sueño, sigue estando por debajo de la realidad. Convertíos en lo que sois
e
n
Esencia, y entonces el Saber y la Fuerza de los mundos resplandecerán en
vuestro espíritu y en vuestras manos...
Nicodemo concluyó su relato escrutando el suelo con la mirada, como si se
doblara bajo su peso.
Noté que buscaba las palabras, que quería completar lo que había dicho, un
detalle más, alguna afirmación del Maestro olvidada tal vez..., pero no
abrió más los labios. Simón y yo conocíamos muy bien esa sensación. Era el
temor de haber omitido lo esencial, o de haber empañado un mensaje
demasiad
o
puro para ser traducido en palabras. El miedo a manchar..., a marchitar...
Nicodemo alzó al fin los ojos y, con una sonrisa, trató de unir nuestras
manos con las suyas. Era una forma de comunicar lo intraducible y de abrir
los oídos del corazón...
Entonces un murmullo recorrió la asamblea. Las miradas buscaron de nuevo en
la penumbra. Simón me indicó la presencia, al fin, de una alta silueta
blanca que, desde lo alto de una estrecha escalera de piedra, descendía
lentamente hacia nosotros. Era el Maestro. Inmediatamente se hizo el
silencio, interrumpido de vez en cuando por algunas toses debidas al olor
acre de las lámparas de aceite. Yo no conseguía distinguir los rasgos del
Maestro, estaba demasiado oscuro, pero eso no importaba porque, con su
presencia, la atmósfera de la sala había quedado ya transcendida.
Su cálida voz no debía tardar en resonar en las paredes de tierra y roca.
Fue el vínculo que terminó de unirnos haciendo de todos nosotros un
edifici
o
inquebrantable.
-Es la primera vez que os pido que os reunáis, pero todos vosotros os
conocéis desde tiempo inmemorial...
Fueron las primeras palabras que recibimos del Maestro aquella tarde, fue
también la evocación de la voluntad que nos animaba secretamente a todos
desde siempre. Fuéramos tejedores, mercaderes, picapedreros, pastores,
Hermanos de alguna organización o revestidos de cualquier otra máscara,
nad
a
de eso importaba.
-Tal vez habéis hecho la cuenta... Sois ciento veinte los que estáis aquí.
Hace ya suficiente tiempo que os enseño como para que sepáis que no es un
número elegido al azar. Corresponde a un lugar de la geografía cósmica del
Sin Nombre, a la tercera parte de su fuerza de creación, que gira
incesantemente en el círculo eterno. Ahora os incumbe a vosotros
constitui
r
un núcleo, el centro de un fruto, el hueso, y hacerlo crecer después
metódicamente. Habéis deseado cultivar en vosotros «al que despierta a las
almas». Sabed, pues, Hermanos míos, que ha llegado el momento de
organizaros, es decir, de reuniros, de conoceros, de desplegaros según la
armonía inscrita en las estrellas. Para ello, no deseo que os sometáis a
lo
s
números ni a la arquitectura que rige el universo, sino que los améis, que
los respetéis y os familiaricéis con ellos a fin de trabajar mejor.
»Mi Padre no quiere esclavos de su matemática celeste, quiere enamorados de
sus leyes... Puedo afirmaros, por otra parte, que no son leyes en el
sentid
o
humano del término; ninguna arbitrariedad ha presidido su establecimiento,
pues existen antes de toda armonía, desde toda la eternidad.
»Cuando hayan transcurrido dos años, trataréis de ser trescientos sesenta:
la pulpa del fruto. Creceréis así, respetando la proporción hasta que el
fruto sea completo, presto a ser plantado, presto a dejar que se abra en él
la energía generadora. De ahí partirá el árbol. Será un árbol de hombres
dispuestos a recibir sobre sus ramas a todas las aves migratorias. He aquí
las doce llamas que alimentarán el germen... y he aquí a mi madre que
trabaja a mi lado desde siempre...
Mientras pronunciaba esas palabras, el Maestro dio unos pasos entre la
muchedumbre. Con un gesto del brazo, englobó entonces al pequeño grupo de
sus más próximos discípulos y a una mujer que, con la espalda muy erguida,
estaba envuelta en un largo velo blanco. Se mostraba siempre tan discreta
que la olvidábamos con mucha frecuencia. Era la madre de Joseph, no de
Cristo ni del Logos, y eso era sin duda lo que había enmascarado la
importancia de su trabajo oculto. Olvidábamos demasiado a menudo que había
sido en otro tiempo «paloma» de Esania, gran vestal de los iniciados de
nuestro pueblo, iniciada ella misma en los más antiguos ritos de la Tierra
Roja, símbolo viviente de la Madre Primordial, soporte físico de la que
llamarían un día «Dama de todos los pueblos»...
-¿Por qué razón estoy entre vosotros, Hermanos míos -continuó el Maestro,
permaneciendo de pie en medio de la asamblea-? Probablemente os habréis
hecho esta pregunta numerosas veces. No os puedo proporcionar una respuesta
establecida de antemano, porque, cuando mil seres escuchan la Palabra que
e
l
Padre deposita en mis labios, hay mil soluciones al enigma. La verdadera
respuesta a la búsqueda del alma es, y será siempre, individual, os lo
aseguro. Yo estoy aquí por cada uno de vosotros; por lo que habéis sido y
vuestra Tierra ya no puede asumir; por lo que significáis hoy, y por lo que
seréis. Los ciclos universales han elegido el momento y el lugar. El cuerpo
vital de vuestro mundo está ahíto del peso de las pasadas incomprensiones
humanas. Ese peso retrasa su marcha creciente a través de los eones, lo
dej
a
adherido a los residuos kármicos de las tierras de antaño. Los mantos de la
suficiencia y de la carencia de amor han de ser desgarrados en esta hora
para dejar paso al Soplo que ha de venir. He aquí, en conjunto, el papel
qu
e
mi Padre me ha confiado, haciendo de mí un «rompedor de cadenas».
»Veréis en mí una espada... que significa una encrucijada de caminos, la
punta de lanza del Sin Nombre mezclado con la debilidad de un cuerpo de
hombre. Por eso me amaréis, pero también por eso no me comprenderéis.
»Aprended pues a abrir los ojos. Son ciento ocho los granos que llevo
colgados al cuello desde siempre; que los que me reconozcan, se
identifiquen con ellos penetrando en mi corazón, profundizando en las
palabras a las que él da forma.
»Así pues os pido que, para servir a mi Padre, comencéis por captar el
dobl
e
sentido de mis palabras. No haré discursos, propondré imágenes, para que
todos puedan leer aunque nunca hayan aprendido. Yo seré un narrador para
hacer florecer el amor, no el intelecto. Los cuentos son una arcilla que
cada uno modela según los repliegues de su alma, un pozo en el que se
sacia
n
las ansias enemigas. No esperéis pues de mí, Hermanos míos, verdades
tajantes, ni dogmas, sino un canto que enlace la ola con el fuego...
»Nos reuniremos en cada luna llena y yo os hablaré de los mundos que os
esperan. Se hará como esta tarde, en el secreto más absoluto, pues la
germinación sólo tiene lugar bajo tierra, al abrigo de los vientos y de las
luces. Os doy un signo, y, cuando los tiempos presenten un aspecto más
agitado, sabréis que es el vuestro.
Dicho esto, el Maestro se dirigió lentamente hacia la pared más lisa de la
sala. Con ayuda de una fina rama recogida en el suelo, grabó someramente en
ella una cuadrícula con cuatro líneas verticales y cuatro horizontales.
-He aquí una de las tramas de la Piedra de mi Padre -añadió-, la materia es
una, pero crea su propia red de energías sutiles a fin de trabajar...
Yo había olvidado el calor sofocante que hacía en aquel gran sótano situado
en pleno corazón de Cafarnaúm, en una pequeña calle situada no lejos de la
sinagoga. Miré a Simón; acababa de cubrirse con el gran manto que había
llevado por precaución..., gesto ritual y maquinal del Esenio que encierra
en sí un legado sagrado y lo alimenta con su reflexión. Aquel aire húmedo
tampoco tenía importancia para él.
El Maestro cesó de hablar durante un momento, y pareció mirarnos brevemente
a todos, uno tras otro, como tendiendo con cada uno un puente de luz. No
había nada teatral en aquel gesto, como no lo hubo, por otra parte, en
ninguno de los otros muchos que llevó a cabo. Actuaba con un impulso
espontáneo, como nos recomendaba que hiciéramos, proyectándose por entero
e
n
la menor mirada, sabiendo naturalmente cuál sería el detalle que inundaría
las almas de paz haciéndolas atravesar, al fin, las épocas. Y así, cada
gesto se convertía en sí mismo en una enseñanza, en una figura jeroglífica
sobre la que meditar. Sus largos mechones oscuros, su fina barba, sus
largo
s
dedos, incluso los mismos pliegues de su túnica daban cuenta de su ser, de
su fuerza y de la larga cadena de amor que lo vinculaba a la Gran Fuente
po
r
encima de todo concepto. Dos mil años no son nada..., la silueta de Aquél
que viene para consolar vivirá para siempre en el corazón de los que lo
contemplaron.
Aquel día, como nunca antes, el Maestro se presentó como un reformador del
alma humana, como una fuerza viva que venía a apaciguar los espíritus, pero
también a turbar su quietud. Su objetivo era claro: mediante nuestras
acciones coordinadas quería crear una red, invisible al principio, capaz de
sentar las bases de una nueva manera de ser, o más bien de sacar a la luz
esas bases que cada uno posee pero a las que se resiste.
«Es el orgullo lo que ciega al hombre -decía-; el hombre tiene razones para
sentirse orgulloso de sí mismo, desde luego, porque se encuentra en una
encrucijada de caminos que le permiten actuar sin límites. Pero no es ése
e
l
orgullo que él pone por delante. Ha proyectado sus sueños en la limitación
de la materia y son ésos los que se jacta de dominar.»
Hasta entonces nunca nos había hablado de una nueva religión, ni siquiera
d
e
una nueva filosofía que hubiera que instaurar. Nada parecía más lejos de
su
s
preocupaciones..., y tal vez incluso era contrario a ello.
No cesaba de repetir que la verdad no tenía rostro, que el hombre debía
buscarse en el hombre mediante su propio trabajo, y que todos nosotros
éramos los átomos de un cuerpo al que no teníamos conciencia de pertenecer:
el cuerpo de su Padre.
Por eso, cuando hablábamos a la muchedumbre, cada vez más impresionada
después de que él hubiera pasado por alguna pequeña ciudad o pueblo, no
teníamos que dictarle preceptos, en el sentido riguroso del término. Sólo
había que hacer exhalar de los pechos un aliento, el Amor, que nosotros
intentábamos suscitar lo más a menudo posible siguiendo las huellas del
Maestro.
Nuestra misión consistía en ayudar a todos a encontrar en sí mismos una
sensibilidad olvidada, y en instruir a los más preparados en los principios
armoniosos del Universo.
Fue en aquella época cuando empezamos a conocer realmente al grupo de los
ciento ocho. Algunos nombres han pasado a la historia, como el de Marta, el
de Simón de Cirene, el de José de Arimatea... No todos vivían en los
alrededores de Tiberiades, de Cafarnaúm o de Magdala. Los veíamos llegar
discretamente cada luna llena procedentes de Samaria, de Jerusalén o de
Betania, aprovechando el paso de alguna caravana, o pretextando resolver
algún asunto. Aquellos hombres y mujeres sencillos pertenecían a las
diversas capas de la sociedad palestina. No todos eran Esenios, ni
muchísim
o
menos; su grado de conocimiento de las cosas ocultas era a veces desigual,
pero todos encontraban las palabras adecuadas.
Cuando abandonamos al Maestro al concluir la primera asamblea secreta, era
noche cerrada. Salimos a la callejuela uno a uno para no despertar
sospechas, obedeciendo a uno de los nuestros que estaba al acecho en el
ángulo de una puerta. Revelar la existencia de la reunión hubiera sido
provocar al poder establecido y correr el riesgo de un arresto masivo. La
sombra de los Celotas nos perseguía...
Las paredes cálidas del bethsaid nos acogieron a Simón y a mí como de
costumbre. Exigían de nosotros que volviéramos a tomar el curso «normal» de
las cosas: el cuidado a los enfermos, la alimentación para los vagabundos
d
e
paso vestidos de harapos, las conversaciones a la puerta de la sinagoga y
las largas caminatas detrás del Maestro, por las orillas del lago o por los
montes...
Pero ya nada era como antes. Se acababa de pasar una nueva página, y,
cuand
o
echados en nuestras esteras vimos apagarse la última lámpara de aceite,
supimos que, al fin, nuestra misión concreta había tomado cuerpo...
Del libro
³El otro rostro de Jesús. Memoria de Esenio²
Anne y Daniel Meurois Givaudan
Con agradecimiento a Mario Huerta por la gentileza de haber
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Equipo de Portal Dorado
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