Hola!
Como todo ser humano, no me he escapado de vivir experiencias de desapego fuertes, especialmente las relacionadas con pérdida de cosas en las cuales he basado mi propio significado. Y como todo ser humano, tampoco me he escapado de vivir el sufrimiento emocional en esos momentos.
Afortunadamente, de unos años para acá he aprendido a escuchar a ese alguien más sabio que yo que está a mi lado, y que me ha ayudado a ver que cualquier cosa que la vida nos quita en realidad es una liberación. Es sorprendente cómo el solo hecho de aceptar esta visión anula casi completamente el dolor emocional asociado a la pérdida.
La vida no nos quita nada sino solo apariencias. Y toda apariencia que se va de nuestras vidas es una prisión que se abre para dejarnos salir. Libre es quien se conoce y se ama distinto a lo que aparenta.
En servicio,
Santiago
EL SENTIDO DE SENTIR, por María Antonieta Solórzano
LAS APARIENCIAS SÍ ENGAÑAN
“Las apariencias engañan” y “No todo lo que brilla es oro”, son perlas de la sabiduría popular que invitan a buscar lo esencial más allá de la fachada, a dudar de que lo que observamos corresponda a lo verdadero. Pero también, y en dirección contraria, oímos la otra sentencia: “No basta ser bueno, también hay que parecerlo”, que nos sugiere que pongamos mucha atención en lo externo si queremos evitar ser malinterpretados.
Con base en estas creencias, sospechar de lo que vemos y no despertar suspicacias parece constituirse en la regla de oro que la tradición popular promueve. A pesar de lo doloroso que resulte, se trata de desconfiar.
Todos sabemos lo desagradable que es sentir que el otro no confía en uno. Todos conocemos la profunda desazón que implica mantenerse alerta por si acaso el otro quiere tomar ventaja y engañarnos, y aun así pretender que somos amigos, compañeros, socios o cónyuges.
¡Qué ajeno a nuestros verdaderos deseos es el mundo del engaño! ¡Qué extraño convivir sintiendo que el otro es enemigo! Sin embargo, y aún en contra de nosotros mismos, hemos hecho de la desconfianza nuestra compañera y de las apariencias una manera de tener prestigio. En este escenario, la lucha por dominar es lo cotidiano.
Las consecuencias de esta manera de pensar se notan en todos los ámbitos desde lo familiar hasta lo público. Las jerarquías, las posiciones de mando, parecen dotar a los que las detentan con el derecho de dominar y no con la responsabilidad de coordinar.
Desde luego, son muchas las personas que se sienten valiosas, solamente si pueden dominar. En algunos casos gritan y amenazan cuando alguien se opone a sus deseos, y podemos estar hablando de un esposo, una madre, un profesor o del presidente de una nación.
En otras ocasiones, los mecanismos son más sutiles pero no menos dañinos. Por ejemplo, si han acumulado dinero creen que ello los autoriza a tomar decisiones sobre los demás y no con los demás. De nuevo podemos estar hablando de un niño de jardín infantil que ya aprendió a despreciar a sus compañeritos porque no tienen los mismos juguetes que él, o del adolescente o el ejecutivo que inventan palabras despectivas para designar a los que tienen menos posibilidades económicas que ellos.
Pero recordemos: no todo lo que brilla es oro, no siempre el que gana o domina es el mejor, no siempre el que pierde o está en la posición de dominado es un tonto despreciable.
Si solamente valoramos una relación cuando tenemos la oportunidad de que el otro nos complazca, si queremos que el otro satisfaga nuestros propósitos y utilizamos el poder, el prestigio o dinero para lograrlo, entonces nos estamos negando la oportunidad de vivir en la confianza. Si además exigimos satisfacer una apariencia, nos perdemos la oportunidad de descubrir el tesoro que hay en los demás.
En la consulta son muchos los relatos en los que las personas notan cómo el vivir, con esta clase de principios, crea vacíos en sus propias vidas.
Por ejemplo, llegan a sentirse verdaderamente deprimidos y a pensar que sus vidas carecen de sentido cuando las circunstancias cambian y pierden el trabajo o el dinero. Dicen: “No tengo deseos ni siquiera de levantarme, solo quiero llorar, llevo un mes encerrado en la casa. En realidad no sé qué voy a hacer, si fuera capaz me suicidaría.”
Y es que depender de la jerarquía, el dinero o el prestigio para poder notar el propio valor, es una trampa peligrosa. Todos sabemos que la vida da vueltas, que todo eso se puede perder justamente porque tiene que ver con lo circunstancial, con lo aparente. Por el contrario, lo esencial no se puede perder precisamente por eso, porque es esencial. Pero miremos bien, si lo aparente se pierde, la buena noticia es que nos quedamos con nosotros mismos, con lo que realmente somos.
Cuando las personas se asoman a su interior siempre se sorprenden al sentirse libres y reconocer lo maravillosos que son. Aprenden a ser amigos, padres, esposos, socios y si vuelven a ser empresarios están en condiciones de hacerlo de una manera nueva, más humilde, más esencial. Pues, ya no dependen de ser ricos para conocer su valor.
También hay relatos de personas que me cuentan: “Yo sé que nunca voy a tener mucho dinero, pero soy muy feliz enseñando y compartiendo lo que sé con los niños”. O recuerdo, especialmente, a un médico que trabajaba en una zona muy aislada que me decía: “Yo llegué aquí por unos pocos meses, pero esta región y su gente me han dado tanto, que no imagino trabajar en otra parte”.
Todo aquel que está en armonía con su quehacer cotidiano y acepta que los demás son seres humanos dignos y esencialmente iguales, practica el amor. Todo ser humano a quien las apariencias no le engañan cuando adjudica valor a sus semejantes, conoce la fuente de la felicidad. Pero sobre todo, está en condiciones de mostrar, para el resto de la humanidad, que aquello que despectivamente denominamos “utopías”, en realidad son espacios de vida posibles y maravillosos.