MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Pese a la emergencia nacional que vive el país, pese
también a la reserva moral que se ha despertado en la ciudadanía y que
exige un cambio moral en la vida política, los partidos y los gobiernos
parecen ciegos. Empecinados en sus luchas electorales por el poder,
encerrados en esa franja intocada de la realidad de sus oficinas, de sus
salarios y de su burbuja de clase, han perdido de vista que el país
está balcanizado por el crimen y la corrupción de las instituciones; que
los ciudadanos, destrozados por la inseguridad y la impunidad, no
miramos en ninguno de ellos una alternativa política; que entre ellos y
nosotros hay un divorcio y una lejanía cada vez más hondos, y que el
país corre el peligro de entrar en un nihilismo sin retorno o en formas
aberradas del autoritarismo.
La prueba más clara –presagio de lo
que serán los próximos comicios– fueron las elecciones del Estado de
México. En estricto sentido, Eruviel, explotando la ignorancia, la
miseria y la corrupción de mucha gente mediante la compra de votos, es
decir, ejerciendo una delincuencia partidocrática, ganó con el
veintitantos por ciento del padrón electoral, lo que representa una
minoría cooptada. Detrás de su pírrico triunfo está en realidad el voto
blanco –que la reforma política, de por sí detenida en el Congreso, ni
siquiera contempla– o, en palabras más llanas, el repudio de la mayoría
ciudadana y el peso de la ingobernabilidad.
Si nuestros partidos y
nuestros gobiernos creen que eso es democracia y legitimidad, entonces
hay que aceptar que su estado mental es la oligofrenia o el cinismo;
habrá que aceptar también que las próximas elecciones serán las de la
ignominia: un gobierno de minorías, con instituciones corrompidas y con
un aumento de la criminalidad y de la espiral de violencia. Gane quien
gane en esta simulación democrática, sólo podrá gobernar con los
cárteles y con la violencia, es decir, no gobernará, como hasta ahora no
ha gobernado ni Felipe Calderón ni ningún gobernador en la República,
lleve el signo del partido que sea.
Estamos –es lo que el
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad no ha dejado de mostrar–
en una emergencia nacional. La mayoría ciudadana lo sabe en su dolor, y
por eso –a pesar del receso en que las movilizaciones han entrado en
espera de los resultados de los diálogos con los poderes– no asistirá a
las urnas, o si asiste será para colocar su voto en blanco. La realidad
atroz que vivimos, y la ciudadanía que se ha dado cuenta de ella y exige
un cambio profundo en la vida política, han rebasado al gobierno y a
los partidos que en su ceguera continúan pensando que ir a las
elecciones en estas condiciones es vivir democráticamente.
Sin
embargo, si realmente queremos salvar la democracia, la única manera de
hacerlo es, primero, que los partidos políticos se desprendan de sus
anteojeras y acepten que el país está en peligro; segundo, que a partir
de allí hagan una cura de humildad y renuncien a su competencia
política; tercero, que junto con los ciudadanos busquen un candidato
moral de unidad nacional y creen una agenda cuyos principios básicos
sean el saneamiento de las instituciones –mediante castigos (Juárez
dixit) ejemplares a los funcionarios corruptos y a los delincuentes,
castigos que no contemplen la venganza, sino el resarcimiento moral de
sus conciencias y de sus faltas–, la creación de una seguridad basada en
la vida ciudadana –lo que implica cambiar no sólo la estrategia actual,
sino también la estrategia económica, educativa, productiva y de
gobierno en función del bien común, es decir, del fortalecimiento de las
relaciones locales de soporte mutuo y de los derechos humanos–, la
promulgación de una Ley de Víctimas que, a través de una Comisión de la
Verdad, permita la seguridad de las mismas, su resarcimiento, su
reconciliación y que les asegure la no repetición del dolor, así como
una profunda reforma política que haga posible una participación
efectiva de la ciudadanía en los asuntos del gobierno –o sea, una
reforma que además de las candidaturas y de las iniciativas ciudadanas,
incluya la revocación del mandato, el plebiscito, el voto blanco, la
limitación de fueros y acciones colectivas amplias e incluyentes, y que
camine hacia la realización de un nuevo Constituyente–, y una política
exterior que ponga un coto a las iniciativas belicistas que Estados
Unidos nos ha impuesto como forma de combate al narcotráfico.
La
realidad por la que atraviesan la nación y la vida humana humillada lo
está exigiendo. Esto no significa –contra la opinión de los partidos y
de algunos intelectuales que a causa de la franja de confort en la que
viven no ven la realidad– una negación de la democracia, sino una
rearticulación de ella a partir de un llamado a la reserva moral que aún
habita en el corazón y en la lucidez de la conciencia. Despreciarlo, en
nombre de la ceguera partidista, será llevar al país a la más profunda
de las ignominias, la de la violencia sin límite, una pesadilla que ya
anuncian nuestros muertos. Es tiempo de pensar en los seres humanos y no
en el poder del Estado, esa máquina sin alma que no puede liberarse de
la violencia y que a ella debe su inhumana vida.
Además opino que
hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los
zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva,
esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera
San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la
APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz y cambiar la estrategia de
seguridad.